viernes, 8 de diciembre de 2017


[Contrapunto navideño]


Siete barbas 
(y un elogio de la mujer que quiso ser barbuda)



Ya en sus inclasificables libros de juventud, Ramón Gómez de la Serna escribió sobre casi todo. En El Rastro, publicado en el Madrid de 1914, asistimos a esa ternura por las cosas que lo condena a reparar en los objetos más insospechados. Un caprichoso y variopinto inventario de toda clase de artefactos, ruinosos, disgregados, llenos de sencillez, alejados del orgullo y la arrogancia de las tiendas de anticuarios y de las antigüedades. Libro de ruinas, de objetos prosaicos, ulcerados, anodinos y a punto de desaparecer, abandonados a su suerte entre un intrincado bosque de puestos. Es lo que también podríamos llamar una "cartografía de lo posible". Todo, absolutamente todo, se encuentra descrito en los capítulos de El Rastro. Es un libro de libros; una Biblia para el creyente en el silencio de los objetos; un vergel. Cabría esperar encontrarlo todo y que todo se encuentre en él: navajas de afeitar que evocan "los crímenes más atroces", cacharros, baúles renegridos, charreteras, estuches vacíos, "cosas confusas", herramientas de trabajo, relojes, viejos zapatos, "orinales risibles como sombreros de copa", sillones viejos, jaulas de loro, "mesas que tranquean", monturas, arreos para caballerías, espejitos; sí, muchos espejitos de la infancia; bargueños, instrumentos de música, libros, cojines... un montón de cosas. Pero qué sería de El Rastro sin los transeúntes que lo frecuentan;  sobre los medio-seres que lo deambulan, obsesos, buscadores de objetos perdidos.

Ramón también escribió sobre El Circo (1917) de los ilusionistas, los mágicos, los saltimbanquis y los ciclistas; las titirerías y las amazonas. Y en su libro Senos (1917) escribió sobre los pechos de una domadora. Y dibujó con sus palabras los senos de las monjas. Ramón se abalanzó a escribir sobre los senos de doña Inés y sobre los de la señorita Genoveva. También sobre los senos de las Sirenas. Sobre los senos que se esconden tras los cristales esmerilados de los cafés. Sobre los senos postizos, sobre los senos que se miran en los espejos y los senos en el vals; sobre los senos de las criadas y los senos de las muertas. Es, en toda regla, un libro de senos; ¿quién podría dudarlo?

Así, siguiendo esa tradición ramoniana, ¿por qué no podríamos, escribir, hoy por hoy, y al fin y al cabo, sobre las barbas de unos cuentos amigos que buscan desaforadamente ser recordados por su astucia de pelambrera? ¿Por qué no mitificar, aquí, sus rostros de barbilla clásica, sus poses de novela gótica? Prometí escribir sobre sus barbas, y he aquí que me veo en el ajo, tratando de componer, mano sobre mano, un breve elogio que tenga más de fábula que de crónica; más de pasquín villarroeliano que de documento ante notario, como si se tratase de una suerte de condecoración velluda. Vaya, pues, aquí mi elogio, de estos siete barbudos a los que se han sumado otros dos y una no menos disparatada mujer que, en otro tiempo, suspiró por llevar una inusitada perilla debajo de la escafandra de buceo.


Siete (+ dos) barbas


1. La Barba de Óscar Hernández. La barba valleinclanezca por excelencia es la de Óscar Hernández. Barba de pedigrí. Barba de altura. Barba de San Jerónimo en su estudio, con león y espina, como en un grabado de Durero. La barba de Óscar Hernández es barba de rey mago tanto como barba de clérigo meditabumdo o santo anacoreta disfrazado de artista conceptual. Por gloria del azar o del destino la barba de Óscar Hernández ha merecido la gracia de la mención barba rey.


2. Las barbas de Israel. Personaje como salido de un capítulo bíblico, Israel pasea su barba con la convicción y el sosiego de quién pasea a su más apreciada mascota. Su barba es de estirpe faraónica, barba de las siete tribus, enjuta hacia abajo, pero con el beneficio del color de los atardeceres atlánticos. Barba que no llega a ser mestiza, pero que se adentra en cierta sonoridad de abracadabra. Si en una esquina de una calle o plaza desierta se encontrara de frente con esta barba entre las siete que dan título a este elogio, dígase, con desparpajo y sin ambages: "¡por las barbas de Israel!".



3. La barba de Jorge Gorostiza. La barba de Gorostiza es barba rasa como la pelambrera del burro y el buey de los pesebres. Es una barba que se sabe imberbe; esto es, una barba que es y no es de él a un tiempo, porque se trata de una barba sin ambición de barba alguna, más comedida en extensión que en lucimiento. Recortada y no ajena a la modestia, cómplice del tempo lento de las películas de Abbas Kiarostami. Barba de pasquín de cine. Barba caritativa y con ternura de peluche. Entreverado bosquecillo que guarda en su seno solo un vestigio recóndito del príncipe Doramas.



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4. La barba de Ventura, más que barba es barbín. Bienaventurada y grácil es la barba de Ventura, tanto por la gracia que le ha concedido su espesura infantil, como por las tentativas de rizos que mana de ella. Es una barba llena de claros de luna. Es una barba de luz lechosa, y por eso la barba de Ventura te sabe a poco. Es una promesa de barba que volverá sobre sí misma para recobrar su dignidad de pera de sotavento. Es más que una barba, una barbilla. Una barba como de pelambrera sobre tu cabeza en la casa del miedo. Pero ya se sabe que dios le da barba a quien no tiene quijada.



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5. La barba de Carlos Rivero es una barba de extrañas resonancias; más barba de príncipe sin trono que de mendigo. Barba con cierto aire de caballero andante, subido a la grupa de un ángel desterrado del paraíso. Barba de enamorado platónico también; de domador de elefantes meditabundos. Barba de loco de remate, de loco de atar, de loco de encajes de bolillos. Barba de visionario como no lo hay en la tierra. Barba creadora. Barba de semidios que transforma los panes en peces y en sus manos cualquier materia se vuelve moldeable, asumible, posible, pictórica.



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6 y 7. La barbas de Fernando y Richard son barbas paralelas. Son el vínculo. Existe entre ellas esa pequeña cosa que fascina; algo así como una suerte de ying y yang que se complementa a pesar de su aparente discontinuidad. Fernando Pérez sabe que su barba ha estado esperando interminablemente la hora de la tabula rasa y, sin embargo, no hay quien ponga un dedo sobre su barba vellida. Barba de librero del Quartier Latin. Barba que tranquiliza a quien la toca. Barba que se mueve como reptil cabezudo, de un lado al otro. Con la barba de dios. Barba apócrifa, contrapunto de crines y colas de caballo. Barba de guerrero ibérico anónimo, más que barba invicta de Cid Campeador, el de la barba vellida. La barba de Richard, en cambio, es discreta en casi todo. Risueña barba de poeta sin versos que llevarse a la boca, pero barba celebrada, al fin, como el peñón de la isla de Santa Elena. 



8. Mentiría por la mitad de la barba si no afirmase que la la barba del poeta Francisco León es de una notable ascendencia griega. No la de Agamenón, emponzoñado en un banquete por manos delicadas que lo acariciaban, sino una barba que siempre ha querido imitar la semblanza de Ulises. Barba de tardes de playa entre barcas de pescadores. Barba deportiva. Barba de no hay dos sin tres. Barba de disimulada apariencia de escultor de frágiles arquitecturas de palos. De estructuras endebles como un poema escrito sobre la arena de una playa negra. Y barba también de tenista y hábil compositor de versos a señoritas cretenses.




9. Las barbas de Jesús Verano son de tomo y lomo (aunque en esta fotografía sea aún barba de serafín). Más que unas barbas cualquiera, un bloque de barba maciza. Como buen albañil de sus adentros, su barba es intrínseca y crece de forma inversa al crecimiento normal de cualquier perilla. Es, lo que se conoce como barba de densidades profusas. O, por mejor decir; eso que, de lejos, pareciera la sombra de una barba postiza. Una barba como implantada, como se implanta un diente de oro para sustituir una muela caduca. Una barba de horror vacui. Una barba que da gusto tocar a quien la toque y placer espiritual a quien la peine. Barba de Miguel de Molinos, pero también barba cósmica. La misma barba que tuviera un astuto astronauta debajo de su traje y su escafandra de buzo. Barba de explorador de mundos paralelos sobre el blanco del papel. Barba de delicuescencias decalcomaníacas. De barbas doradas de león desgarrando las paredes del cuarto cerrado en el piso de arriba.        




                   
Y elogio de una mujer que, una vez, quiso ser barbuda

Mentiría si dijera que a la mujer que quiso ser barbuda le faltara pedigrí. Ella siempre quiso vestir atuendos de mujer de feria; ropas de reina de corazones venida a menos con entrevista barba oculta tras los intrincados pliegos de una golilla. Ha querido, largamente, poseer una barba no exenta de lazos de tiovivo; una barba giganta o una barba de enano, pero una barba de las que nunca hubo salvo en la imaginación de quien la piensa. Ella ha querido llevar siempre esa barba como quien lleva un pendiente que no puede quitarse. Una barba indeleble e inimitable; una barba perenne y de treinta y cinco años, al igual que Maddalena Ventura con il marito e suo figlio, pintada por el Españoleto. Barba profusa y umbrífera. Barba que todos y todas querrían tocar irresistiblemente, y cuyo destino trágico sería imitado por diestras amazonas urbanas. Nadie la podría acusar de haber querido parecerse a un hombre o a un chimpancé, siendo ella mujer -aunque mujer barbuda, al fin- pues su querencia procede del territorio de lo inexplicable. No una barba misógina e islámica, sino una barba que es infinita querencia hacia todas las cosas y los seres de este mundo. Ella siempre quiso introducirse en la pincelada de Zurbarán, en su cuadro de mujer barbuda y senos con forma de guijarro. Cortar con sus grandes tijeras las pelambreras que la unen con el mundo visible y abrir escalas en lo imaginario.


  

lunes, 4 de diciembre de 2017


Rosas rojas para Roberto Torres





Rodar libre por el suelo hasta convertirse en piedra; rodar libre por el aire hasta transformarse en pájaro; rodar ajeno a sí mismo y a los límites del cuerpo hasta adoptar los movimientos de un animal en celo.

Cuerpo que busca liberarse de sí, desligarse de las cuerdas que lo atan a todas las cosas. Desandar los pasos hasta alcanzar el gesto primero del niño que fue.

Un hombre que es todos los hombres. Su sacrificio, al fin, es el sacrificio de todos por intentar mantener entre las manos unos cuantos granos de sal o unos pétalos de rosas: apenas dos o tres certezas que se resbalan por entre los dedos y se esfuman casi sin darnos cuenta.

Todo acaba derrumbándose y cayendo sobre sí mismo, todas las certezas, hasta rodar por el suelo en una lenta ceremonia en la que volvemos a empezar irremediablemente: la misma torre, plato sobre plato, como si se tratara de un torpe juego de naipes. Del cero al cien y del cien al cero, los platillos van sumándose uno tras otros, construyendo su propia superficie de espirales diminutas. Los platillos volantes.

Roberto Torres en pie sobre sus hombros. Roberto Torres navegando sobre una canoa de papel. Roberto Torres sobre una barquilla de hojalata. Roberto Torres sobre la arena de una playa negra.

Roberto Torres en el equilibrio permanentemente inestable de sus movimientos, buscando incansablemente el gesto crucial, la llave que lo lleve de la realidad al mito; de la vida al sueño, de la llama de fuego al chorro de agua.

La tierra de la sal como único territorio o sustento; frágil y quebradizo, el hombre solo. Heredad de imperfección sin límites; sudario o espejo o sábanas o arenas o cantos rodados sobre los que aliviar su sudor.

Acaso inconscientemente Roberto Torres ha construido una obra que habla sobre sí mismo, sobre su constancia y su fe en la danza como única expresión integral posible. Son zuecos, sus pasos, los que van hacia sus buenos hábitos. Son sus gestos los que regresan sobre sí mismos. Vuelven y se regresan hacia el espacio vacío, mientras unos cuantos pétalos de rosas rojas llenan el escenario y le susurran el tiempo que lleva bailando, incansable, infatigable, perenne y siempre joven; ah, nuestro príncipe constante.





[Imágenes de la producción de danza, Los zuecos van hacia sus buenos hábitos, (Compañía Nómadas), con coreografía de Daniel Abreu e interpretación de Roberto Torres. Teatro Victoria, Santa Cruz de Tenerife, 2015]