miércoles, 21 de diciembre de 2016


Vacíos del Agua


       
        
      
      Vacíos del agua sobre los celajes claros, sin colores, de las medianías del Sur. Paisajes silentes, desiertos como una habitación vacía y, sin embargo, áureos, lo mismo que una gran hoguera blanca o el nido de un gran pájaro de fuego sobre una tierra habitada por gigantes. Mira las huellas de sus zancadas sobre la piedra. Mira los huecos, los surcos, las arrugas, las charcas cual cicatrices en el blanco roto de las murallas del fondo, como cuando de niños el color de la cal y la zahorra. 


       Sergio Acosta ha ido muy lejos en la consecución de una metáfora del silencio. Sus fotografías adoptan, en ocasiones, dimensiones panorámicas con el propósito de poner ante nuestros ojos la monumentalidad de los embalses que en otro tiempo albergaron el agua, regaron cultivos y abastecieron territorios hoy olvidados, como si se tratara de profundas heridas en el paisaje. Es todo lo que permanece cuando no queda nada: tan solo el aire limpio y traslúcido de estas  colosales formas de ausencia, algo así como el callado rumor del agua o la imagen inversa de una cañada que fluye por debajo, muy al fondo. Nos salva, entonces, la ocurrencia de pasar media hora jugando a los dados. Y lanzamos bidones de colores, cubetas vacías sobre la tierra reseca, como quien arroja botellas al mar con la esperanza de hacer llegar un mensaje a la otra orilla. 


     Vacíos del agua o arquitecturas solares, horadadas en el paisaje y casi subterráneas, aunque abiertas a la inclemencia del mediodía insular. Desoladas murallas, dolientes, desheredadas cual cadenas de bancales y nateros abandonados; pero al fin diáfanas y bellas, de geometrías insólitas, al igual que el esqueleto, magnífico, de un trasatlántico encallado a la intemperie.





[Texto del díptico publicado con motivo de la exposición Vacíos del agua, en el espacio de arte y diseño Bibli, calle de La Rosa, 79, 38001. Santa Cruz de Tenerife. www.infobibli.tf]


viernes, 16 de diciembre de 2016

La memoria del bosque






           La evolución del trabajo pictórico de Gabriel Roca (Canarias, 1959) ha ido desarrollándose a lo largo des estas últimas décadas en un ejercicio continuo de depuración y experimentación constantes. Su búsqueda de unas leyes expresivas propias ha obligado a su pintura a desprenderse de abalorios y ornamentos superfluos demasiado pesados; de todo lo que resulta prescindible en ese ejercicio de reconciliación con las formas del lenguaje primario hacia el que tienden sus creaciones. Y así, situados en un presente en el que todo parece haber sido dicho cualquier discurso está aún por decir, la raíz del lenguaje sobre el que trabaja Gabriel Roca no parte de la inocencia, sino del acto de quien busca reconstruir desde cero el ejercicio mismo de la pintura. De ahí su elección y preferencia por el uso de materiales frágiles y volátiles —el papel, la aguatinta, la pinocha—, tanto como por la elección del dibujo como principal soporte expresivo desde que en 1989 iniciara su actividad artística interesándose especialmente por el estudio de la escritura oriental y las técnicas de fabricación del papel, bajo cuya órbita nace la serie Papel Pintado (2005), expuesta en las Salas de La Recova de Santa Cruz de Tenerife.

           También en un ejercicio de reducción y síntesis en el que la línea vuelve a ser protagonista, en la serie Monotipos, expuesta en las Salas de Arte Contemporáneo del Gobierno de Canarias en 2012, la imagen pictórica adelgaza hasta adoptar forma de líquenes y nervaduras; vértebras y estructuras elementales. En las obras que se agrupan bajo esta serie asistimos a formaciones pétreas, filamentos y ramificaciones halladas tras una fractura mineral; estrías que a modo de una escritura automática dan a ver caprichosas formaciones nerviosas sobre el papel, el lienzo o la tabla, como si se tratara de extraños desgarros de la materia original. Composiciones en las que asistíamos a una cartografía de cicatrices minerales que nos trasladan a un tiempo fuera del tiempo, pretérito y mágico al igual que signos primigenios encontrados sobre antiguas formaciones rocosas, contemplados con asombro por el primer hombre.  

           En esta nueva serie de trabajos que desde ayer puede verse en el Museo de la Naturaleza y del Hombre el artista prosigue en su línea de exploración con materiales procedentes del mundo natural: el trazo de árboles pintados ha dado paso a una meditada observación de los elementos mínimos de los bosques. Son ahora las hojas aciculares del pino, delicadas y fugaces, presentes en la mirada de quien contempla cualquier horizonte, las utilizadas como materiales de composición. En manos del artista, estas alargadas y finas agujas acaso reconstruyen la estructura básica del dibujo de un rostro; no su representación directa, sino la evocación primaria y manual de unos rasgos. El resultado es un retrato entrevisto en sueños: cuerpos de apariencia involuntaria recompuestos por el artista al igual que podrían haber sido convocados por la propia Naturaleza con la magia fugaz de un ligero soplo de viento. Son, éstas, imágenes que proceden del mundo de lo informe y que aparecen ante nuestra mirada en el momento de su efervescencia, cuando la forma no se ha desprendido aún de su aspecto inacabado, como sucede en el caso de la obra que lleva por título Creación, donde orden y caos confluyen. El artista ha dispuesto cientos de punzantes e hirientes hojas de pino secas no tanto como resultado de la culminación de un proceso sino, más bien, como una aparición sobre la tabla: la pinocha se desliza sin control aparente, rindiéndose al placer de la mano que la impulsa, manipula y ordena a su capricho, y el dibujo resultante toma la forma de una figura de la que su autor ignora casi todo. 





[Fragmentos del texto "Escritura del viento", presente en el catálogo Memorias del bosque]

MUSEO DE LA NATURALEZA Y EL HOMBRE
http://www.museosdetenerife.org/mnh-museo-de-la-naturaleza-y-el-hombre