miércoles, 27 de agosto de 2014

 Los invernaderos


Tienen algo los invernaderos abandonados, siempre al sur de cualquier cosa; un olor a tiempo ido por entre las rendijas de los muros y las rasgaduras de los techos, tal vez agazapado en el interior de los macetones que se acumulan unos sobre otros formando columnas infinitas.

Algo fantasmal en los invernaderos abandonados, como jaulas inmensas hechas con plásticos rotos, rasgados por la furia de los vientos.

Jugar a los dados en los invernaderos ("invernáculos" los llamaría nuestro divino Cairasco) o contemplar el vuelo sigiloso de libélulas en fuga. Se respira en el ambiente un silencio respetuoso de ceremonia sin causa,  una mala brisa como de rimas inacabadas, entre las malas hierbas que se abren paso por aquí y por allá, acampando a sus anchas donde mejor convenga.






lunes, 25 de agosto de 2014




25 de agosto
Un día me hablaste de la utilidad de lo inútil, y me confiaste tu propósito de estudiar una lengua muerta o casi muerta (creo que te referías a eso que llaman una lengua minoritaria, aunque no quise preguntar porque éste es un término ofensivo para algunos), pues al fin y al cabo, decías, todos íbamos a morir y ésta era una buena metáfora del final. No sé muy bien en qué pesabas cuando decías esto, pero siempre me ha parecido una idea brillante o, al menos, ingeniosa. Estudiar una lengua que sólo puedas compartir con los supervivientes de alguna hecatombe o con los náufragos de alguna gran guerra. Algo así como escribir un poema para nadie, sólo por el placer o la necesidad de escribirlo; incomprensible e incomprendido por todos, útil, al fin y al cabo, en su absoluta inutilidad.




sábado, 23 de agosto de 2014



sábado, 23 de agosto
Esta estupidez de llevar un diario o una libreta en los bolsillos, en estos tiempos en los que no se llevan libretas ni diarios. De hecho, no hay nada más insulso y baladí como un cuaderno asomando por el bolsillo del pantalón o la chaqueta, a la manera de un extraño artefacto, o como si en verdad se tratase de un viejo reloj de bolsillo. Algo así como llevar un caparazón a cuestas en donde esconderse o sumergirse, y hablar a solas. Y lo más difícil de todo, sin duda, apurar hasta la última hoja del cuaderno. Esto, en mi caso, parece un imposible; normalmente se empieza un cuaderno y se prosigue en otro -aún sin acabar- como quien va saltando entre las piedras para cruzar un riachuelo, solo que aquí no se llega a ninguna parte. Sí, continúas escribiendo en una libreta antes de haber acabado con la anterior, antes de haber garabateado en todas y cada una de sus hojas en blanco. Es, ésta, una extraña costumbre, pues a veces tampoco sabemos muy bien cuál es la libreta que prosigue a la anterior (una y otra carecen de numeración alguna y hay que hacer ejercicio de memoria para saltar de una otra), aunque normalmente siempre hay algún rastro como de baba de caracol en esta rara costumbre. Y qué decir de esas otras veces en las que la escritura acaba por abrirse cada vez más hasta alcanzar la forma de un garabato incomprensible e interminable a lo largo de varias páginas del cuaderno; formas abstractas, inimitables e irrepetibles, guiadas, tal vez, por el capricho del azar.



miércoles, 6 de agosto de 2014


                       Piedras caídas




Han caído las piedras, y también algunos árboles. Han caído las piedras y han rodado unas sobre otras hasta formar un extraño mosaico de figuras. Peña arriba, los árboles adoptan formas cada vez más imprevistas, verticales, como verdes fogatas que pudieran contemplarse desde lejos.

Todo lo abarca la mirada, a golpe de vista de pájaros. Tras los pinos más altos, seguro podrá hallarse algún refugio.  Una leve quebrada en la que resguardarse de este sol cenital. (Si así fuera podrías quedarte allí hasta retomar el descenso). Y tras el refugio, de nuevo la presencia tutelar, montaña arriba, del sol en la altura, como una idea fija que taladra la herida hasta el cansancio.