sábado, 21 de enero de 2012

El buen Joel, el aduanero




Joel, con su barbilla salvaje, a medio camino entre los suaves rigores del bugui-bugui y el ritmo sudoroso del rock and roll. El buen Joel, el duanero: tierno y cabal a un tiempo, como la mirada de un pequeño Polifemo.


Cuántas veces, de súbito, nos tropezamos al cruzar la calle Heraclio Sánchez o al doblar una esquina en Tabares de Cala con este joven aduanero de semblante amable.




¿Quién sabe de sus entresijos y rutinas, de sus paseos urbanos? Más de una vez lo hemos visto de un lado para el otro, llevado en volandas por el deseo incontrolado de alcanzar la tienda de discos del Lupi. Si el aduanero sospechara que seguimos sus pasos; si supiera que le pisamos los talones; si por asomo o descuido advirtiese por un instante que lo vigilamos, seguramente cambiaría de ruta a propósito para que no supiésemos de su melomanía.





Joel, el bueno, el aduanero, gusta de esconderse tras los caminones de gas butano. Si al doblar una calle nos tropezamos con uno de estos vehículos estacionados en la esquina, es muy probable que el aduanero nos esté esperando, en su solapa una sonrisa con chivita y chistera.





A medida que se va adentrando en los callejones de la ciudad, se diría que la sombra de Joel desaparece al fondo de una esquina cualquiera, como el conejo de Alicia, sin dejar rastro de su barbilla lechuguina y enjuta.


Amigo de los contrastes, su indumentaria de hombre de las nieves en nada tiene que ver con su alma de osito de peluche. Joel, el bueno, se ha acostumbrado a los rigores de la vega lagunera. Si lo ves pasar con sus botas de cuero, desafiantes, no apartes la mirada; si ves a este caminante -amigo de la adolescencia- dale un abrazo de mi parte.