jueves, 21 de abril de 2011

El gran circo




Aquí todas las cosas están hechas de tiempo. La pupila tropieza con las rocas, se reinventa a sí misma y se olvida de sí hasta donde la mirada alcanza.


Se diría que todo lo que abarca la mirada es el mismo paisaje y, sin embargo, no hay un rincón igual al otro, una brizna de hierba igual a otra, un puñado de piedras o de tierra igual a otro. Al caer la tarde, en el Gran Circo.


Todo va volviendo a su sitio, como si nada de lo ocurrido en el día de hoy hubiese sucedio aún. Como si tus pisadas sobre las piedrecillas de arenas blancas no fuesen más que un pasajero espejismo.





La sensación de estar en el interior de una oquedad sin final, fuera del tiempo, al margen de la vida.


Llevas el peso de las piedras en la retina. Y a donde quiera que mires un ala plomiza intenta retomar el vuelo.


Confusa sensación de vacío y de plenitud a un tiempo, como si entre estos malpaíses el Todo se conjugase con la Nada.


Una bandada de andorillas vueltas ceniza se precipita sobre tu cabeza.




Carretera abajo te sumerjes en las faldas de una corona forestal con sabor a infancia adormecida.

martes, 19 de abril de 2011

Il mondo e bello




Detrás de cada barra de bar hay siempre una chica a la que parecemos no importarle lo más mínimo. Lo mismo da que pidas una cerveza que un vaso de agua; ella siempre querrá atenderte con indiferencia. La barra del bar te separa de su corazón.

Mírala, tan fresca, sirviendo cerveza por aquí y por allá como despreocupada de la cámara de fotos que esgrimes entre las manos con miedo a ser delatado por la torpeza de algún gesto.

La chica de la barra -ella es ella y es, al mismo tiempo, todas las chicas de barra de bar- siempre ha sabido que la miras cuando te da la espalda. Ella juega a no saber que la estás mirando, a ignorar que la estás desnudando con la mirada.

Te gusta ver cómo baja la palanca a presión del barril de cerveza, tan suavemente, balanceándose con el movimiento descendente de su cuerpo, mientras concentra la mirada en la espuma que cae en cascada y rebosa la jarra.

Diosa nocturna, llevas la espada de Perseo sobre la grupa de tu delantal... ¡Ah, joven Salomé, yo sé bien que cortarías mi cabeza si pudieras...!



Leo en la espuma de cerveza que ha quedado en el fondo no sé muy bien qué signos secretos, como quien a ciegas intenta interpretar las aguadas que han dejado los pozos del café o como aquél que deshoja, en silencio, primaverales margaritas.

Casi me duermo mientras escribo estas líneas... Me duermo sobre tu vientre de sirvienta de cafetería, sobre tus nocturnas pupilas de loba en celo, sobre tu delantal, sobre el licor que ha manchado tus labios esta noche, sobre tus pechos entrevistos en mi pensamiento, sobre tu cuerpo de ángel condenado a la servidumbre...



Ah, niña florentina. Abre de una vez el cofre de los deseos, la rosa de cien pétalos que ofrece tu mirada al viajero sediento, mientras tu camiseta roza levemente esta espuma de fantasía... Car j'ignore où tu fuis, tu ne sais où je vais,/ Ô toi que j'eusse aimée, ô toi qui le savais !

viernes, 8 de abril de 2011

Unas pequeñas vidas silenciadas
[A propósito de Inés Peña]




Ningún género como la naturaleza muerta ha sabido mostrar la extrañeza que descansa en los objetos cuando éstos se encuentran solos, perdidos o abandonados, olvidados o evocados en un escritorio, esquina o vitrina. Y a la fotografía contemporánea, como a la pintura, también le gusta detenerse –con elocuencia y ansias de renovación, retomándola y enriqueciéndola una y otra vez– en esa vida silenciosa de los objetos, una vida que –diciéndola sin decir, mostrándola sin pronunciar discurso alguno– se ha visto determinada, cuando no trastornada, por el tiempo y su irremediable fugacidad.
Las fotografías de la joven artista Inés Peña, todas ellas sobre motivos de la naturaleza (pescados, flores, frutas y verduras colocados sobre una mesa) compiten, con su luz y color, con los más bellos ejemplares tomados del natural. Hay en ellas, por otro lado, complicidad con escenas pictóricas muy reconocidas de la Historia del Arte, y que permanecen en la retina de muchos espectadores, como la recreación de una conocida obra de Sánchez Cotán o la de un lienzo de Zurbarán. La fotografía dentro del cuadro.
Sin embargo, nunca unas naturalezas muertas estuvieron tan muertas, o tan incapacitadas para dejarse sentir. Sea un tejido, una textura o un trompe l´oeil; sea un envoltorio, una determinada colocación o un estado, lo cierto es que entre los objetos fotografiados y la mirada que los examina se produce una fractura, un desencuentro. Falla la comunicación. La inicial atracción queda retractada. Los objetos (pescados, flores, frutas y verduras), aunque presentes, yacen amordazados, ocultos, ateridos.



Las escenas propuestas por la fotografía de Inés Peña no persiguen la vida silenciosa de los objetos, sino, más bien, su vida silenciada. Manipulados, transgredidos, falseados, fragmentados, serializados, emulados, conservados…, en fin, minuciosamente desnaturalizados, posan ante los ojos del espectador. Su parecido confunde. Su inmediatez y cotidianidad aún confunden más. Pero el tema irrumpe antes o después: ¿Qué fue del placer –si lo hubo– que estas viandas procuraran? ¿Dónde quedó el aroma con el que estas flores de tela pretendieron impregnar el aire?
Nada de preciosismo ni de sentido ornamental. Mucho menos, afán de trascendencia. Pero sí rigurosidad: en cada una de estas fotografías se visualiza un testimonio inmejorable de la pura exterioridad, sin emociones ni psicologismos, sin proyección anterior ni interior. Tampoco se percibe violencia alguna, nada desmesurado ni incontrolable, ninguna deformación que pueda conmover lo más mínimo. Ahora bien, la soledad es absoluta y rotundo el escamoteo de su espacio vital: naranjas apresadas en una red, limones en herméticas bandejas de plástico, mejillones, apios, lechugas, fresas… cuyo color, aroma y textura se adivinan tras rigurosos envoltorios de conservación, cuando no es el hielo el que constriñe y suspende el encuentro directo con el objeto.
Así pues, no es posible el sosiego ni la contemplación gozosa, experiencias tan habituales provocadas por las naturalezas muertas al uso. Estas fotografías proponen una reflexión sobre todo aquello que constituye la dieta del hombre moderno, sobre el aséptico tratamiento al que sometemos las materias primas que nos aporta la Naturaleza, sobre la desnaturalización de nuestras costumbres. Y, además, Inés Peña configura un escenario posible para plantear el futuro del género pictórico de las naturalezas muertas en el terreno de la fotografía, situándose en ese frágil intersticio que media entre lo natural y el artificio, entre la verdad y su reproducción, entre la imagen y su apariencia.




[Las imágenes reproducidas son fotografías de varias obras de Inés Peña.].