domingo, 26 de julio de 2009

Cosas de Ralph



Como si se tratase de un locuaz vendedor de lámparas maravillosas, Ralph Kistler ha llegado con sus baratijas y sus Cuentos Chinos para impresionarnos. Le han bastado unos cuantos objetos diseminados sobre viejas lámparas de proyección, animados por el automatismo de artilugios caseros, para realizar una de las premisas de todo discurso inteligente: comunicar mucho con pocos elementos o con objetos que, por sí solos, carecen de ningún valor.

Arte pobre, sin duda, éste de Ralph Kistler. Arte de las mil y una baratijas. Arte, al fin, del absurdo inteligente.

El artista ha hecho de esos objetos olviados un pasatiempo inútil y a la vez necesario en el que acaso viésemos reflejados las dunas y los páramos de la razón. Y quisiera invitarnos a discernir entre lo imprescindible y lo superfluo, como mostrándonos en el espejo las sombras chinescas que la fantasía del bienestar proyecta; las alucinaciones que nos atosigan, intimidan e impiden ver lo que realmente importa.

Las instalaciones de Ralph tienen algo de pasado y algo de presente, a medio camino entre lo maravilloso del teatrillo de sombras tradicional y el juego del vacío posmoderno.

Entramos en la sala de proyecciones y un montón de medioseres dactilares se nos vienen encima, como una suerte de delirio quijotesco, de cosas admirables vistas en la cueva de un tal Montesinos.

Fiebre Rálphica: frente al objeto encontrado, el objeto proyectado.

Extraños mecanismos a la manera de resortes del subconsciente.

La ebriedad de un cuarto en penunbra aún proyecta formas de ti en la pared.

Fiebre rálphica: sacacorchos de lo absurdo, tenedores amenazantes, piruletas nigrománticas, molinetas siderales, tela arañas de la suerte.

Frente a la fiebre amarilla, la fiebre rálphica; la que atosiga a quien no puede estarse quieto y construye con sus manos pequeños mundos de baratijas y artilugios reciclados, dándonos a ver un catálogo de nuevas y preciosas imágenes, como quien hace brotar una cascada de una sola gota de agua; una carcajada de una simple sonrisa. Sí, ralphmanía descarada y socarrona.

[A propósito de Cuentos chinos, de Ralph Kistler. TEA Tenerife Espacio de las Artes. Proyecto Área 60. Hasta el 26 de julio. ]

miércoles, 8 de julio de 2009

Concierto de acontecimientos



Hay días en los que tenemos la impresión de que no ocurre nada; al menos nada -algo- que merezca la pena ser escrito o contado. Quizás nuestra más alta aspiración debería ser alcanzar ese estado de gracia que nos permite observar y extraer cosas necesarias de un día en el que, a simple vista, nada acontece.

Como cuando miramos un paisaje de lejos y descubrimos, en medio de los árbles, una pequeña cima que sobresale al fondo.

Habría que saber, entonces, qué significa la palabra acontecimiento. ¿En qué medida lo es esto o aquello?

¿Qué es lo que acontece cuando sucede algo?

Pensamiento 1º: Solicitar a un diestro carpintero que dibuje sobre un papel cualquiera una barita para medir acontecimientos. Así sabremos discernir qué es más importante, si la firma de un Tratado o el beso de una mariposa en las mejillas de una niña con pendientes verdes; el ascenso de categoría de un equipo de baloncesto o el encuentro fortuito en una plaza desierta entre dos arlequines a pleno sol del mediodía; la última pauta del Gobierno de turno en materia económica o la contemplación de un amanecer en un día de aires claros como éste.

Partiendo de la idea de que existen sucesos benefactores y otros hechos aciagos, ¿es posible anticiparse a los acontecimientos o éstos acaecen de forma incontrolada?

Un guardia de trádico se dirije hacia nosotros con gesto resuelto y decidido. Abro la ventanilla sin bajar del coche: "buenos días, señor agente" -le digo yo. "Buenos días, caballero" -exclama él. Luego, mientras sostiene con su mano derecha un recetario y con la izquierda una estilográfica, añade: "Dígame: ¿qué significa para usted, exactamente, que ha ocurrido un hecho extraordinario?".

Los labios de la muchacha de pendientes luna y ojos estenopeicos; eso sí que es un acontecimiento en toda regla.

Caer convaleciente del espíritu, como saborear un caramelo de frambuesa que a nada sabe.

Pensamiento 2º: Al mismo carpintero, rogarle, más tarde, que extraiga de la madera del moral más antiguo una batuta para dirigir el Concierto de los acontecimientos.

Esta mañana, al salir de la casa, ha ocurrido un milagro. Decenas de avecillas sobrevolando la ladera. Giran sobre sí mismas sin remisión posible. Asoman su vuelo a las faldas del barranco para luego ascender montaña arriba. Acróbatas del espacio, infatigables, quedan en el aire unos segundos como voces lejanas, y danzan sobre sí mismas precipitándose en todas direccions con una urgencia que no adivino a comprender. Las avecillas van y vuelven sobre el mismo perímetro de cielo; ellas trazan veredas imaginarias -aunque posibles-, como si quisieran hablarnos de los hilos que tejen y destejen los encuentros y desencuentros de nuestra vida.

Te descuidas por un momento, vuelves a mirar, y ya no están. Ha desaparecido la bandada, como cuando de niños lanzábamos piedras por ver si acertábamos a derribarlas en su vuelo innumerable y, repentinamente, cambiaban de rumbo, se esfumaban como sombras fugaces hacia lo alto de la montaña.

lunes, 6 de julio de 2009

Un pez que va por el jardín



Recientemente José Corredor Matheos ha visitado Santa Cruz de Tenerife, esta vez con motivo de la presentación de una muestra sobre la obra plástica de José Dámaso. Se le ve mucho por aquí, a Pepe Corredor -como todos le llaman-, pues desde siempre ha dedicado atención crítica e interés entusiasta a un buen número de manifestaciones artísticas realizadas en y desde Canarias. No me ha extrañado, entonces, encontrar a Pepe Corredor -como pez en el jardín- en compañía del fotógrafo Carlos Schwartz visitanto la exposición de éste último, El bosque y la caverna, en las Salas de Arte Contemporáneo de Santa Cruz; ensimismados, ambos, en la contemplación de un bosque hecho de imágenes en blanco y negro, sorprendidos ante el aspecto jurásico de las extrañas figuras capturadas por el ojo estenopeico de la cámara de Schwartz. Formas mínimas que recuerdan paisajes submarinos o escenarios surgidos de la concavidad porosa de las piedras del sur; realidad minúscula y escondida en lo pequeño, que contrasta con otras piezas fotográficas, de gran formato, en las que se muestra al desnudo el espacio sagrado de la corona forestal que domina la cordillera de Anaga.
Lo mismo que al escribir, Matheos tiene un no sé qué de poeta chino, impresión que corrobora no sólo su estatura casi oriental, sino sobre todo el sosiego infinito con el que introduce cualquier tema, especialmente conceptos estéticos y pensamientos más o menos trascendentes que muy pocas personas saben abordar sin caer en la pedantería y la sobreactuación. Sin duda, su manera sencilla de estar en el mundo es lo que le ha granjeado el afecto de todos, y su poesía, desnuda de ornamentos superfluos, directa en su contención y, a un tiempo, ligera y sensorial, diversos premios y elogios, el último de ellos el Nacional de Poesía en 2005 por su libro "El don de la ignorancia". Claro que antes, hubo algunos otros: el Boscán de Poesía (1961), el Premi d’Arts Plàstiques de la Generalitat de Catalunya (1993) y el Premio Nacional de Traducción por su antología bilingüe "Poesía catalana contemporánea" (1983).
Ya conocíamos la predilección de Pepe Corredor por la contemplación, lenta, de los árboles. Bien está que hallemos a este pez de aguas orientales transitando el jardín del bosque y la caverna insulares con idéntica naturalidad y asombro de quien contempla un amanecer en el lago Yi.

"Soy amigo del viento
y de las nubes,
amigo de los árboles.
El viento me pregunta
una vez y otra vez
quién soy y quién no soy,
y luego me arrebata,
llevándome a lugares
de donde ya no vuelvo.
Las nubes siempre pasan,
sin saber hacia dónde,
y las veo pasar,
con un íntimo gozo
cuando llueve.
Sé que todos los árboles
habitan más allá,
pero su voz es clara
cuando la alcanzo a oír.
Tú eres el viento, el viento,
y eres también la nube,
sin forma y sin destino.
Eres también el árbol
que te habla.
El árbol que da luz
cuando tú estás en sombra".


[Poema del libro Un pez que va por el jardín. Tusquets, Barcelona, 2007.]

miércoles, 1 de julio de 2009

Elogio de la locura


Alguien, alguna voz conocida, familiar, me ha llamado “lunático”, cariñosamente. Miro al cielo nocturno desde mi escritorio y caigo en la cuenta de que la luna nos ofrece una noche estupenda, iluminada y redonda. Entiendo, entonces, que el adjetivo sólo quería ser amable; esto es, aludir, dulcemente, a esa condición nocturna del que sueña.

Es distinta la demencia a la locura. La demencia tiene de insano lo que la locura tiene de genial y locuaz.

La locura verbal: lo políglotamente correcto.

Lo convencional de la conversación: decir en el ascensor, alocadamente y con gesto de asombro: “ah… pero si parece que escampa”.

Bajo las escaleras como un loco, para ver lo que pasa en mi calle, como si lo anecdótico tuviese un aspecto sobrenatural esta mañana de jueves.

Briznas de hierba, filamentos de azafrán sobre mis párpados.

Quedarse hablando solo.

Decir, una y otra vez, hasta el agotamiento: "este mundo se ha vuelto loco".

La locura de los locos; la del cartero que sustrae besos de carmín de entre las cartas de amor y se los guarda en los bolsillos; la locura de las locomotoras a todo trapo por las jugueterías; la locura de la chica de las trenzas doradas, asomada a la ventana todas las tardes; la locura de los locos de remate; la locura del arte de los locos; la locura de un disparate compartido por todos y masticado por cada cual a solas. La locura de los guardabosques. La locura de los manicomios con puertas azules y la locura de los manicomios con ventanas verdes, esperanzadas; la locura del pisapapeles, agarrándolo todo, a todas horas; la locura de la calculadora automática que vomita números redondos sin descanso; la locura de la mano con pincel, empapelando de óleos paredes y cuartos. La locura de las erratas, deslizándose por aquí y por allá, entre mis escritos, como en una pista de patinaje. La locura de aficionarme, en estos días veraniegos, al agua de coco con limón, a las naranjas colgadas de celajes nocturnos, a los paseos a medianoche.

La locura de quien lee estas páginas.