jueves, 28 de mayo de 2009

NUEVAS PINTURAS
DE SEMA CASTRO

Sema Castro
Iris Borondoniano
23/04/09 - 15/06/09
Galería Contrast
Consell de Cent, 281

08011 Barcelona

El pintor Sema Castro no es un autor prolífico, y tampoco gusta de prodigarse excesivamente en exposiciones que no constituyan un valor añadido respecto a sus trabajos anteriores. Trabaja silenciosamente. Sin embargo, su modestia personal y su escasa predisposición a dar a conocer sus trabajos no le han impedido erigir una obra de gran alcance técnico, a la vez que expresarse con una voz absolutamente personal y consolidada dentro de la pintura contemporánea actual. Se ha dicho que su pintura es preciosista, que tiene ese toque alambicado y profuso del lenguaje barroco o modernista, que su sensibilidad exquisita le impulsa a un panteísmo exultante y tremendamente original. En efecto, su imaginario parece situarse casi siempre en un jardín intrincado, unas veces diáfano, otras más oscuro. Ese jardín, de pronto, lo inunda todo, el autor se pierde en él y queda preso o engullido por una oscilación continua e impenetrable de lianas, hojas, tegumentos y flores desconocidos, todo prolijamente labrado, como si se tratara de un mundo en miniatura.
El laberinto es una obsesión constante de Sema Castro, y la exaltación matérica, su sentido fecundante, el predominio del círculo, así como la extrañeza de toda esa simbología vegetal que se desborda en sus obras, nos hablan de un reino interior, un mundo muy distinto al que conocemos. En El jardín de Odilón (2006) o en Venus a su manera fascinada (2006), lo cósmico se entremezcla con escenarios que recuerdan formidables espacios naturales del comienzo de los tiempos. Así sucede, también, en El oro (2006), donde confluyen los espacios siderales y las formas biomórficas desplegadas en un espacio en permanente transmutación. En el centro mismo del cuadro, un extraño orificio deja entrever la luz del otro lado de la tela, mientras toda la composición se deja atravesar por una lluvia dorada, extremadamente fina y delicada, como «un rayo de luz filtrado bajo la puerta mal cerrada de lo desconocido», para decirlo con palabras de Théophile Gautier.
Con todo, las pinturas expuestas en la Galería Contrast de Barcelona van un poco más allá en la experimentación de esos espacios imaginados por Sema Castro. El pintor introduce nuevas formas que escapan del concepto tradicional de la pintura, pues a simple vista parecen extrañas. Sus óleos sobre tablas Paisaje de la fortuna (2007), Tierra (2007) o Hilo conductor (2007) abren una nueva ventana hacia esos espejismos imaginarios que nos ofrece su pintura.
Vaya, pues, nuestra más sincera felicitación para este artista visionario, simbolista en el simbolismo.



ttp://www.galeriacontrast.com/

domingo, 24 de mayo de 2009

Si una de las conquistas del arte de nuestro tiempo es su capacidad autorreflexiva, su distanciarse de sí para tratar de decir-se, lo cierto es que todo ese posicionamiento crítico expresado mediante manifiestos y proclamas rara vez llega a ser algo más que una mera declaración de intenciones. Por eso, entiendo toda poética como una aproximación o un deseo que señala hacia dónde se dirige la escritura, y no tanto como una radical e inequívoca convicción. Y es que todo ejercicio creativo es una mera tentativa de lenguaje y, como tal, está hecha a base de pequeños logros, no pocas indecisiones y grandes fracasos.
Por lo que a mí respecta, la poética no preexiste a la poesía. En un momento concreto, nos urge reflexionar sobre aquello que hacemos o creemos hacer; pero estimo el territorio de la poesía indescriptible; habita una terra incognita. Por la poesía damos cuerpo a nuestro pensamiento, ponemos palabras a aquello que sólo a medias conocemos, a eso que ignoramos y que, sin embargo, a veces intuimos e incluso creemos rozar, ese algo que está siempre por nombrar o –por decirlo en con palabras más sencillas– que tenemos en la punta de la lengua. En esa inestable tensión entre decir y callar, entre saber e ignorar, se debate el poeta. De ahí que su voz no pueda transferirse a un lenguaje distinto al de la poesía.


Atribuyo a la poesía cierto sentido catárquico, pues comparte con las otras artes la capacidad sorprendente de liberar y dar forma a aquello que nos obsesiona, a esas ideas o sentimientos ontológicos que, contemplados afuera inciden en el adentro, y viceversa. ¿Cuántas veces nos vemos impelidos a poner una idea en palabras con el propósito de llegar a comprenderla? Así, mediante la escritura, resplandecen ciertos espacios de sombra inherentes a la condición humana y a su infranqueable abismo de dudas y preguntas.
Con todo, la poesía es fruto de un esfuerzo mayor que pasa por huir del concepto, de la rígida explicación tan ajena a sus intereses, de modo que tantea al margen de toda lógica, desobediente a cualquier prescripción formal. La poesía busca otra palabra que diga, al fin, ese estado de crisis permanente del ser o experiencia de desasosiego de la que todos somos partícipes. Por tanto, mi escritura siempre ha pretendido tender un puente necesario entre el arte y la vida, pues la una dice a la otra, y viceversa; mundos ajenos y, sin embargo, tan próximos.
El método de la poesía es, quizás, un juego enigmático: responder a una pregunta deja sin respuesta otra, que a su vez necesita de otra y otra para ser respondida, en un oscilar dialéctico e infinito. Por otra parte, este campo de múltiples carencias, hábitat natural de lo poético, es un territorio simbólico, en la medida en que no es enteramente explicable.
La estupidez de llevar un diario; lo mismo que si quisiéramos meter fragmentos de tiempo en tarros de mermelada. La aventura de seleccionar de entre la experiencia vivida algo que merezca la pena ser contado y de encontrar las palabras precisas para abordar esa experiencia. La pregunta –y el problema– se plantea en otra pregunta: contarlo, ¿para quién?


En realidad, sólo llegamos a conocer el lenguaje cuando somos capaces de apreciar sus semejanzas o, mejor dicho, cuando caemos en la cuenta de sus ambigüedades.


Lo que creemos conocer es sólo un resto de lo que ignoramos.


Qué caudal de tiempo ganaríamos si pudiéramos reunir al menos algunas de las muchas horas diseminadas inútilmente a la espera de algo. Esos minutos olvidados, consumidos entre un acto y el siguiente, entre un instante y otro.
Dar sentido a esos huecos podría ser una buena forma de incorporar otra vida a nuestra vida.


Qué extraño capricho el de la memoria: concede el beneficio arbitrario del recuerdo a los hechos más azarosos e irrelevantes de nuestra vida, y olvida otros que estimamos fundamentales. Cuántas veces una simple escena cotidiana adquiere una textura más consistente que otros rostros y anécdotas que estaríamos dispuestos a conservar para siempre, con todo lujo de detalles, y que, sin embargo, se precipitan irremisibles hacia el olvido, próximos a la misma nada.


Desconfío de los diarios en general, pero sobre todo de aquellos en los que cada palabra obedece a un gesto cuidadosamente concebido y en los que las horas y los días han sido proyectados con el único fin de dejar testimonio. Jean Paul Sartre lo dijo mejor: «No hay nada que decir. Pienso que éste es el peligro de llevar un diario: se exagera todo, uno está al acecho, forzando continuamente la verdad».


En ocasiones ocurre que la falta de objetivos precisos crea una impresión de inestabilidad e inquietud que nos lleva a emprender cien proyectos distintos sin concentrarnos suficientemente en ninguno de ellos. Leo, por estas fechas, algunas palabras de E. Cioran que, lejos de confundirme, me consuelan: «Sólo los hombres dominados por una gran ambición hacen grandes cosas, porque concentran toda su energía en un solo punto. Son obsesos, incapaces de dispersión, de negligencia, de descaro. Y yo soy un obseso que pertenece a la categoría de los distraídos. Ése es el sentido de mi natural ineficacia».


La verdadera comicidad es aquella que nace de impulsos involuntarios. La ironía, en cambio, es humor inteligente; más exactamente, humor nacido de una inteligencia mordaz y socarrona.


En poesía, la oralidad –la voz– es la madre del cordero.


En la escritura, como en la vida misma, en la sencillez o simplicidad –que no en la simpleza– de nuestros movimientos se cifra la mayor de las complejidades.


Cuando escribimos interviene, en ocasiones, un elemento por completo ajeno y, sin embargo, determinante en el cierre definitivo de cualquier texto. Como si nuestra voluntad se debilitara y necesitara de un agente extraño, de una determinación del azar que viniera a culminar lo que nuestra mano deja inconcluso. Por ejemplo, me sorprende esa imprevista manera que tiene nuestro ordenador de convencernos de que ciertos trabajos carecen de valor; esa elocuente destreza suya con la que, de un soplo electrónico, desaparece unas cuantas páginas con las últimas correcciones o nos oculta éste o aquel otro archivo que nos obliga a reescribir par coeur –de memoria– un discurso ahora interrumpido, como si un niño se hubiera entretenido en la borrar de la pizarra, aleatoriamente, palabras y fragmentos de la lección de la maestra. Desde luego, es una treta eficaz para comprobar qué es lo fundamental, qué resto sobrevive tras el naufragio de la memoria.


Escribir es un acto de fe.


Veamos, a fin de cuentas, ¿por cuántos senderos podría deambular un hombre sin llegar a perderse?