martes, 29 de diciembre de 2009

Diciembre. Mendigas la luz como quien mendiga el amor; esa materia informe y escurridiza, de sustancia indecible, inmaculada, pegajosa e incolora.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Visiones nocturnas de Miami




Imagen insospechada, la de los muelles, astilleros y grúas de mercancías de Miami, al atravesar el puente Macarthur, ya casi de noche, en esa hora tardía en la que una aglomeración de vehículos inicia el camino de regreso a casa. El tráfico avanza a marcha lenta sobre los puentes de la bahía de Biscayne. Momento propicio, pienso, para contemplar desde la ventanilla del coche las grúas del puerto de mercancías, muy a lo lejos y como si de efímeras sombras chinescas se tratase.




Es sólo una pincelada de la noche; acaso tan sólo un capricho de la visión noctunra, que nos tiene acostumbrados a esta clase de acciones desafiantes, a estos raros pasadizos de la mirada.




Frente a la tópica fotografía de palmas cocoteras en playas de ensueño y lujosos yates varados en puertos deportivos, esta otra de las grúas del puerto: artefactos que confunden su altura con los celajes por un instante roban protagonismo a edificios majestuosos y elevados coliseos, en ese preciso momento, al paso por el puente Macarthur, ya casi de noche, sobre la bahía de Biscayne.


martes, 8 de diciembre de 2009

Elogio del sifón luminoso (y II)



Los sifones del artista Carlos Schwartz (Tenerife, 1966) irradian pura incandescencia: están hechos de luz y sólo luz arrojan desde la atalaya de su espita. Y no resulta raro encontrar una obra como este Sifón con mecanismo de funcionamiento simbólico (2006) en la producción de Schwartz, pues nos tiene acostumbrados a sorpresas semejantes, componiendo dibujos e instalaciones que llaman nuestra atención por su simbolismo y sencillez. Habría que añadir que esta pequeña pieza es sólo una anécdota en el conjunto de su itinerario creativo. Sí es verdad que entre sus últimos trabajos encontramos obras realizadas a partir de una idéntica puesta en escena de elementos cotidianos y, aparentemente, sin vida propia –cajas de cartón, escaleras, sillas, estructuras arbóreas– a los que añade tubos fluorescentes u otros elementos luminosos que logran despojarlos de su contexto habitual y rutinario elevándolos a la categoría de lo artístico. Schwartz sabe muy cómo construir escenografías que ponen en práctica los más sutiles mecanismos de la sugerencia. Su capacidad de inventiva ha aprendido a sorprendernos con bien poco, a adueñarse de nuestra atención, atraídos por el carácter sumamente poético de sus composiciones.

El sifón de Carlos Schwartz, en su doble aspecto lúdico y simbólico, objeto encontrado al azar y, a un tiempo, elegido como elemento liberador de los impulsos ocultos del deseo. Piedra filosofal de la locura; bobina o motor en fuga de donde brotan emanaciones del interior, cual si de un buceo en el inconsciente se tratase.

Dos batutas precipitadas en fuga, arrojadas con la fuerza de dos exclamaciones.

Viejo sifón transformado en surtidor de luz, como en un truco de magia.



Fotografía: Carlos Schwartz, Sifón con mecanismo de funcionamiento simbólico, 2006.

martes, 24 de noviembre de 2009

Elogio del sifón (inglés) I




Guardaba para ti, sifón inglés de luna llena, mi elogio tercero. Para tu cornetín de carcajadas gaseosas. Para tu semblante de cenicienta celeste. Para tu arrebatada espita, tu prodigiosa cornamenta, vaya mi saludo específicamente militar.

Para ti, Rey de copas, Príncipe de tabernas refinadas, vaya mi reverencia de caballero andante, mi saludo sin condiciones. Y vayan para ti -ah, claro oasis, manantial de bocas sedientas- las condecoraciones más celebradas, los brindis más exquisitos... por tu porte de aviador suicida, por tus proezas de diestro escanciador, demostradas cientos de veces en actos de servicio.

Para ti, sifón inglés, espadachín gaseoso de paraísos artificiales, es mi copa de hoy, mi brindis más atlético, mi toque de trompeta sobre tu frío semblante de soñador solitario venido a menos. Y qué me dices de esos arreboles de espuma que raptan los sentidos de poetas bohemios y poetas burgueses.

Es para ti este canto, sifón inglés; para ti este elogio emocionado y emocionante. Porque sólo tú eres capaz de hacernos comprender en qué consiste, después todo, la Modernidad -su fórmula precisa, su aritmética matemática- con tu vómito disfrazado de suaves dádivas, de tiernas fábulas de fuentes. Ah, sifón inglés, estandarte del dandy, globo ensoñador, souvenir del viajero insatisfecho, artefacto elegante y colosal, reliquia de señoritas intocadas e intocables de ojos tiernos y sabor a dulce bloody-Mary entre sus labios, mientras apuran la última copa, la del final.

martes, 13 de octubre de 2009

Para leer Detrás de tu nombre (y II)


Si hubiese que hacer un resumen de lo que el lector encontrará en Detrás de tu nombre; si, preguntados, tuviésemos que esbozar en unas pocas palabras el sentido de esta poesía, hablaríamos, sin dudarlo, del conocimiento del mundo a través del amor; o del amor como única fuente de reconocimiento del mundo, pues para el poeta es la cumbre donde pasado, presente y futuro se reúnen en un solo punto; el deseo y la muerte, lo vivo y lo inerte se reconcilian. La poesía que se nutre de esta fuente se adentra en el espacio de lo imaginable sin límites, y el amor –ese tiempo ilimitado– se transforma en una azotea “suspendida entre la tierra y el cielo” en la que no hay muros ni barandas, “sólo un sueño que une los espacios”. Entiéndase aquí la palabra amor en un sentido amplio, esto es, como el delicado pero inquebrantable tejido que tiende sus lianas invisibles entre el poeta y la realidad, como la empatía que acorta las distancias entre el ser y su entorno ayudándole a comprender, pero también como el único refugio que nos devuelve al instante de la comunicación con lo eterno: ¿La luz que yace aquí, en este poema, / ilumina tu cuerpo ausente o es la luz / que brota de tu cuerpo ausente / la que ilumina este poema en que tú yaces?
La poesía de Rafael José Díaz está atravesada, de principio a fin, por esta condición, esto es, por la sed insaciable de descubrirse en el otro, de mirarse continuamente en la fuente de los ojos deseados. Este deseo, que tiene no poco de agónico, lo conduce a la búsqueda constante de un rostro, unas manos, o una voz con la que entenderse, porque sólo ese encuentro amoroso dota al ser de plena existencia, y puede salvarlo del laberinto de dudas que lo ciega. No en vano, en una de sus notas de diario recogida en La otra tierra, el poeta reescribe la definición de Fichte para el concepto amor-por-esencia-imposible: “el deseo de algo enteramente desconocido que se revela únicamente por una necesidad, por un malestar, por un vacío, en busca de algo que lo colme, pero que ignora de dónde puede venir...”. Por tanto, ¿esa emoción no viene a ser similar a la experiencia del conocimiento, dado que colma la sed y reaviva el espíritu? ¿No son, el amor y el conocimiento, una misma cosa? Pero también en la escritura de Rafael José Díaz el amor aporta, a quien lo da o a quien lo recibe, una plenitud, emanada directamente –al estilo de la tradición platónica petrarquista– de la mirada del amante. Todo el universo nace, cobra forma y ordenación, a partir de unos ojos que nos miran. Así, por ejemplo, en el poema, “Almendra”, del libro Moradas del insomne:

ALMENDRA

La noche no ha caído
aún sobre los cuerpos.

Cómo podría el viento
atravesar los rostros

si los labios insisten
en unirse a los labios.

No hay palabras, ni aliento,
sino el viento que gime

por sembrar en la luz
su semilla, su sombra.

No te gires, no mires
ese bosque de almendros:

las flores aún no pueblan
sus ramajes sedientos.

Nace el sueño en las bocas
que se funden dormidas.

La noche aún no nos hunde
en su oscura morada.

Más allá de este instante
aletea otro instante.

En la almendra que muerdes
duerme, ignorado, el tiempo.

(Caldera de los Marteles)

Todo el trabajo poético de Rafael José Díaz ha consistido en un lento proceso de reconstrucción para recuperar una imagen –perdida, olvidada o silenciada– del amor. No olvidemos que todo ello permite al autor escribir una poesía libre, bien afianzado en su tradición y, a la vez, en renovación constante. En esta infatigable tarea, recomenzada una y otra vez hasta el cansancio, puede resumirse su quehacer poético. Y no es poca esta labor a la que se encomienda, pues no resulta fácil aportar originalidad a un motivo sobre el que se ha dicho tanto.
No quisiera acabr estas notas sin señalar que para nuestro autor escribir supone, además, indagar sobre el proceso mismo de la creación poética, y que esta ultraconciencia artística también la ha volcado sobre la actividad pictórica. En efecto, son numerosas sus composiciones, sus notas aforísticas o sus reseñas dedicadas a pintores, porque es muy probable que el autor encuentre en el pintor la misma naturaleza visionaria del poeta. Así, en 1993 señalaba lo siguiente: “Creo que hay en el trabajo poético aspectos que están más allá de la conciencia, y que por lo tanto escapan a cualquier intento de explicación (...): aspectos irracionales, oníricos, visionarios, o tal vez, si se prefiere, simplemente enigmáticos, que permiten pensar que del mismo modo que el autor conduce su obra, ésta lo conduce a él”.
Desde sus comienzos, Rafael José Díaz ha hecho gala de una profunda fe en el ejercicio de la creación literaria o artística, entendida ésta tanto como forma de conocimiento tanto como compromiso vital libremente asumido o proyecto literario que merece difundirse y entregarse a los demás con total entusiasmo. Con todo, su escritura trabaja con paciencia, de modo que estamos convencidos de que estos poemas de Detrás de tu nombre serán, en poco tiempo, el fragmento, la pequeña semilla, de un libro futuro.

[Fotogradía de Jaime Bravo. De izquierda a derecha, Olvido García Valdés, Elsa López y Rafael José Díaz.]

martes, 6 de octubre de 2009

Para leer Detrás de tu nombre (I)



Hace ya algo más de diez años aparecía en la colección El Resplandor un cuaderno de poemas y dibujos compuesto por el escritor Rafael José Díaz y el artista Jesús Hernández Verano. Si bien este trabajo à deux, Las cuerdas invisibles (1996), era la primera propuesta en formato libro para ambos autores -quienes desde años atrás venían ofreciendo sus creaciones en diversas revistas literarias y suplementos culturales de Canarias y la Península-, en él se advertía ya una muy específica elección estética, tanto poética como pictórica. Hablo de la configuración de un escenario artístico nutrido de unos mecanismos de expresión simbólicos, e inserto allí donde es posible franquear e invalidar otras propuestas sin duda muy novedosas, pero también menos exigentes. Esta elección, esta temprana apuesta por un discurso firme, personal y sin estridencias, será el que, en lo sucesivo, habrá de consolidarse en el itinerario artístico de ambos autores: el uno, en la escritura; en el dibujo, la pintura o la fotografía, el otro.
En el caso de Rafael José Díaz (Tenerife, 1971) el desarrollo de esa elección poética no puede abordarse aisladamente; quiero decir, no es un estigma exclusivo de su poesía. Esa –digámoslo así– adelgazamiento y contención expresiva, emotiva, lingüística y formal, constituye un compromiso mucho más amplio, y que afecta por igual a sus diarios, sus tentativas ensayísticas –publicadas fundamentalmente en la prensa periódica y en revistas de arte, literatura y pensamiento– y sus traducciones. Y es que no nos cabe la menor duda de que todas estas vías de expresión literaria –poesía, ensayo o traducción– conforman para su creador un cuerpo único e indivisible cuyo principio fulgente, la palabra, ha de entenderse siempre como una forma de “abrir escalas en lo real”, de dar voz al vértigo de toda existencia, a aquel –para decirlo en palanras de Paz– “olvidado asombro de estar vivos”.
Detrás de tu nombre está compuesto por un conjunto de textos tempranos, escritos entre 1991 y 1994, y sólo ahora reunidos en forma de libro, con el que su autor ha obtenido el Premio Pedro García Cabrera 2007 (CajaCanarias, 2007). De la lectura detenida de los seis tiempos o secciones que dan forma a este libro de juventud podemos concluir que, en lo fundamental, el vértice desde el que trabaja Rafael José Díaz no ha cambiado sustancialmnte desde sus incios. Se diría, más bien, de una actividad literaria que se ha ido gestando en círculos concéntricos y en la que cada libro de poemas ha ido sumándose al siguiente fruto de una lenta aunque progresiva evolución y de un cuidadoso perfeccionamiento, creando, al fin, un corpus textual amplio y exigente. Así, tras Las cuerdas invisibles, en 1997 llegaría El canto en el umbral (Calambur, Madrid), y en 2000 Llamada en la primera nieve (Ediciones La Palma). Los párpados cautivos –libro en el que, a nuestro parecer, se encuentran parte de sus mejores poemas– obtendría el Premio Tomás Morales y vería la luz en las publicaciones del Cabildo Insular de Gran Canaria en 2003. Y con Moradas del insomne nuestro poeta inauguraba los “cuadernos del Sinsonte” (La Garúa) en 2005 (cuaderno de poemas que, por cierto, tuvimos el privilegio de presentar en el Ateneo de La Laguna, junto a su autor, en 2006). Y no olvidemos Antes del eclipse (2003 - 2005), publicado en 2007 por Pre-textos. Pero otros tantos títulos han precedido a la publicación de estos nuevos textos de Detrás de tu nombre. Así sus colaboraciones con los artistas Vicente Rojo y Gonzalo González, en Azotea-Requiem (2001) y Jardín del Horizonte (2004), respectivamente. Y entre tanto tendríamos noticia de su labor de traductor con la aparición de A la luz del invierno (1997), A través de un vergel (2003), Cuaderno de verdor (2003), La oscuridad (2005) de Philippe Jaccottet; Requiem (2004) y Para un cosechador (2005), de Gustave Roud; Bajo la montaña (2004), de Jacques Ancet; o el conocido El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, entre otros textos. Finalmente, La otra tierra; Las laderas del rostro; y La nieve, los sepulcros –sus cuadernos de diario– serían dados a conocer a partir de 2002.
Si hacemos nuestra aquella consideración según la cual el poeta está abocado a escribir aquello que sólo él puede escribir, esto es, a disciplinarse para encontrar y pulir el tono exacto de una voz que sólo a él le ha sido dada, diremos entonces que los libros publicados por Rafael José Díaz dibujan una voz claramente reconocible que, meritoriamente, se encuentra ya incorporada al escenario de la mejor poesía hispánica contemporánea. Y no es, esto, un comentario complaciente, ni una alegre y graciosa afirmación. Quien se acerque a las páginas escritas en estos últimos diez años por Rafael José Díaz encontrará el fruto de una lírica que ha sabido asimilar lo mejor de la tradición literaria europea –especialmente del idealismo o simbolismo de raíces germánicas, así como de la alta conciencia del lenguaje del formalismo barroco–, pero sin dejar de beber, tampoco, de la poesía oriental y de la mística, que se suman a esa doble confluencia de imaginario simbólico y exigencia formal de su escritura.
Detrás de tu nombre ha escogido el camino de la sencillez verbal, conducida mediante una sintaxis diáfana, sin sobresaltos ni cabriolas desmedidas, así como con un vocabulario concientemente escogido. La progresión poética se realiza más en espiral que en línea recta, y la sensación envolvente de la lectura está propiciada por el ritmo regular, pausado e interior de la escritura, por el tono decididamente reiterativo de esta salmodia de palabras que se vale de los recursos expresivos de la mística, sin dejar de lado una emotividad y efusión sentimental que, sin embargo, no deriva en la simple complacencia. No en vano, el libro abre sus páginas con unos fragmentos que recuerdan a los versos de Juan de la Cruz: “dónde se guarda la palabra que puede hacerte venir. quién la custodia. cuándo habría yo de pronunciarla. en qué silencios. con qué voz (…)”. Como dijera Juan Ramón Jiménez “el poeta es un místico sin Dios necesario”, pues tanto uno como otro se enfrentan a la compleja tarea de traducir en palabras una experiencia intraducible. Ahora bien, intraducible o indecible no significa aquí lo “trascendente” o "religioso" en su sentido más literal; en el caso que nos ocupa –en la poesía de Rafael José Díaz–, lo vivido, la existencia misma, cobra visos de superar y cuestionar los límites del lenguaje, mostrando su lado más religante, más espiritual. En efecto, la encrucijada del límite, la compleja tarea de dar voz a la extrañeza de la vida, es lo que lo impulsa al poeta a hablar: “En el agua, lugar de transparencia, / hundo las manos, las palabras / nacidas de mi carne. Sé que son / signo de lo que no puede saberse”. Pero el lenguaje de la poesía está lleno de fisuras, de grietas o espacios en blanco por encima y por debajo del pentagrama, de silencios desprendidos, de eliminaciones y elipsis, en fin, de todo lo que no se dice; la poesía de Detrás de tu nombre -como toda la poesía escrita por Rafael José Díaz- pone en evidencia ese abismo infranqueable que convierte el ejercicio de la escritura en un vértigo extremo: el “borde de la ausencia donde nada se oye” y en el que se contempla, frente a frente, la desolación de un inquietante no-saber.

hay una herida inscrita en la voz que sopla entre estas letras. una herida escrita sobre la piel de una voz inaudible. con qué agua borraré toda esta sangre. ni el agua de tu rostro, ni el agua de tu cuerpo, ni el agua de tu resplandor. dame sólo el agua de tu nombre desierto.

Pero el poeta no quiere renunciar al misterio del conocimiento, ni a lo que se esconde a los ojos, ni al destello luminoso que, sin verlo presentimos, y sin tenerlo ansiamos. La poesía de Rafael José Díaz pretende hacer sensible una experiencia sobre algo que no se conoce, sobre una realidad que creemos invisible porque se mantiene al otro costado; de ahí su obsesión por la experiencia del límite, por los excesos como el deseo o la muerte, no sólo porque constituyan ámbitos difíciles o imposibles de nombrar, sino porque en ellos se concentra buena parte del enigma de la existencia.

El cuerpo amado ha de permanecer fuera de nuestra vista. Orfeo debía imaginar a Eurídice, construir una imagen capaz de engendrar el canto. ¿Qué lo llevó a volverse? ¿Qué vacío, qué resplandor, qué espacio desierto vio detrás del cuerpo imaginado? En los bordes del canto aparece la muerte.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Formas de ausencia (y III)

Últimamente han llegado hasta mi mesa algunos libros de poesía: Araña, de Ana Gorría; Detrás de tu nombre, de Rafael José Díaz; Una familia completa, de María José Alemán Bastarrica. He escrito en mi libreta algunas líneas sobre cada uno de ellos. Comentaré, en primer lugar, este último.
Aquéllos que conocemos a María José Alemán y tenemos el privilegio de compartir su amistad, sabemos de sobra que Pepa Alemán -que así la llamamos- siempre ha presumido de estar arropada por una gran familia, en el sentido más estricto del término. Sin embargo, más que insistir en la idea de un orden de cosas acabado y perfecto, sus páginas se devanan en una sucesión de estampas, breves, en las que las palabras parecen evocar un castillo de naipes que se deshace y desboca sin remisión posible hasta caer sobre sí mismo, inevitablemente. El laberinto de la soledad, en medio de esta compañía numerosa, se nos antoja insalvable. Los poemas de María José Alemán son como gotas de agua precipitadas sobre hojas desnudas; sus palabras se agolpan sobre el espacio vacío del papel y dejan a su paso una estela de evocaciones e imágenes silenciosas que nada cuentan. Su palabra, en cambio, goza de una intensa carga afectiva que alcanza a todas las cosas, como si la escritura del poema fuese una manera de luchar contra las múltiples formas en las que la ausencia se manifiesta (aunque resulte, esto, una paradoja): los objetos que permanecen intactos tras una tormenta; una lámpara de araña que pende del techo, balanceándose por todas partes a la manera de un árbol familiar boca arriba; el hueco que dejaron los disfraces en el armario a la espera de ser redimidos de su inexistencia; un poema de Tswietáieva escrito en 1919 para un lector futuro y continuado ahora; un alfabeto inventado de palabras que no encuentra su sitio en el espacio del poema y que ahora es sólo la materia de todo aquello que nunca llegó a decirse... Todo cobra vida en el espacio del poema.
Con todo, el lector encontrará que no es, éste, un libro perfecto, ni creemos que la autora así lo haya pretendido. Más bien está lleno de fragmentos a los que parece faltarle algo; textos que nos dejan a la espera de una resolución final o de una certeza, y no así la imagen de una mitad sin su otra mitad. Alguien podría alegar, además, que la escritura de Una familia completa resulta incoherente como texto unitario, pero al recorrer sus páginas nos percatamos de que Pepa Alemán no busca la coherencia, sino más bien cierto estado de gracia sólo hallado en la palabra poética. No es un libro cerrado, completo -insistimos-, pero se encuentra de principio a fin cargado de intuiciones y confirma la consolidación de una escritura muy personal.


[María José Alemán Bastarrica, Una familia completa, El Mirador - Idea, 2009.]





martes, 15 de septiembre de 2009

Formas de ausencia (II)

Santiago de Compostela. Las habitaciones de hotel que dan hacia un patio interior tienen eso: uno puede estar en la ciudad más hermosa del mundo (o en la más desangelada) y no enterarse. Es lo más parecido a estar del todo ausente, pues sólo se puede tener acceso a la visión de la ropa tendida que cuelga resguardada tanto de los rayos del sol como de las miradas curiosas de los transeúntes. Mientras tanto, el patio interior cobra forma de profunda garganta pasadiza y amplifica las voces, las expresiones altisonantes y los gemidos nocturnos como si se tratase de un vulgar teatrillo de marionetas instalado en el hotel para regocijo de los huéspedes.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Formas de ausencia (I)



Contemplo las fotografías en blanco y negro tomadas por Patti Smith con su polaroid. Se diría que su ojo persigue una obstinada obsesión: la de seguir el rastro de una ausencia. Poseída por una suerte de instinto fetichista, fotografía una taza de café, unos zapatos, las sábanas de Virginia Woolf sobre una cama intacta, un camino frecuentado en otro tiempo por Arthur Rimbaud, la tumbra de Susan Sontag en el cementerio de Montparnasse, la lápida de William Blake... Vemos también una fotografía de la máquina de escribir de Hermman Hesse. No son, éstos, simples objetos; más bien cosas que poseen una historia propia. La máquina de escribir de Hesse, por ejemplo, no es un aparato cualquiera; es la máquina -fue- de Hermman Hesse, con la que acaso escribiese buena parte de sus obras. Me pregunto hasta qué punto estos objetos han quedado impregnados de la impronta de sus antiguos propitarios. Las fotografías de Patti Smith tienen eso: descubrimos en ellas mucho más que el simple objeto fotografiado, como si la imagen de la máquina de Hesse nos evocase, por un instante, el traqueteo de sus teclas mordiendo la página en blanco aún no escrita, o un suave olor al café que tomaba su antiguo dueño mientras escribía. Si no fuese así, ¿por qué razón íbamos a creer que se trata, en verdad, de la máquina de Hesse? ¿Cuál sería, entonces, su característica diferencial? ¿Cuál el rastro de la ausencia?

La ausencia posee un matiz distinto a la nada, pues deja un rastro en las cosas y las dota de una suerte de vida afectiva. De ahí que no sea lo mismo la contemplación de una máquina de escribir que pertenció a Hesse, que la de otro aparato idéntico de distinto propietario. Ahora entiendo: se la reconoce porque deja tras de sí una estela de perfumes invisibles e inholoros como el agua.

El Camino de Rimbaud -fotografiado por Patti Smith con su polaroid- tiene, en verdad, mucho de Rimbaud. Una cierta inclinación al silencio, tal vez.


Sueñas. Llegas a una playa de arena negra, frecuentada por ti en los años de la mejor adolescencia. Apareces allí casi sin querer y corres como un loco entre las piedras, sobre la arena, por entre los pequeños charcos que van quedando en la orilla. Buscas algo -alguien, tal vez- como un loco, aunque en el fondo ignoras para qué has llegado hasta aquí, un día cualquiera, vestido con camisa blanca de manga baja y pantalón a rayas. Los que te han visto recorrer la playa -piensas- podrían preguntarse si estás allí para grabar algún anuncio publicitario, pero tú sabes que sólo buscas la forma de una ausencia, acaso la imagen de ti mismo de otro tiempo en aquel lugar.

Estar ausente, algo así como esconderse detrás de las cortinas en una fiesta repleta de invitados.

Dibujar en un papel, con un lápiz, el contorno de unas manos, bordeando ligeramente los dedos hasta llegar a la muñeca. (Repítase el ejercicio, más tarde, cuántas veces se quiera, esta vez con lápices de colores. Cuélguese, luego, en la pared. Coloque, finalmente, su propia mano sobre las distintas formas dactilares que han quedado diseminadas sobre la superficie del papel. Diviértase cuanto se quiera. Invite a otros miembros de su familia o a sus amigos).

[A propósito de la exposición Written Portrait, de Patti Smith. TEA Tenerife Espacio de las Artes. 22 de mayo - 06 de septiembre, 2009. ]

jueves, 27 de agosto de 2009

la libélula


Lentos días de agosto, ya casi atrapados por la cola, a punto de esfumarse una vez más como si nada, dejándonos un sabor a extrañas frutas entre los labios.



Me llevabas a descubrir un oasis, en sueños. "Míralo" -decías- allí está". Y estaba allí, a medio camino entre el azul del cielo y el azul del mar.



Cascadas de palmeras deshechas en la boca, como un penacho de luces sobre el cielo nocturno, hermoso y fugaz a un tiempo.



Libélula naranja posada en mi jardín. Si la piensas un momento puedes ser tú la flor, el cactus, la libélula.

martes, 25 de agosto de 2009

El otro Verlaine

Todo libro esconde tras de sí varias historias: de un lado, el relato mismo, los acontecimientos que se tejen y entrelazan a cada paso; del otro, los motivos que animaron su escritura y la relación de cómo ésta fue ganando terreno a la página en blanco. L'autre Verlaine es la historia de una renuncia que, con el tiempo, acaba convirtiéndose en una insospechada querencia. Y ese largo camino entre el desprecio y la sorpresa, entre el desencanto y la obsesión es el descrito por Guy Goffette en su cuaderno: una infancia marcada por el ingreso en su mismo colegio de un joven estudiante de nombre Verlaine cuya destreza -más hábil en los juegos, más seductor y atractivo- recibe todos los elogios y miradas. Y el rechazo, a partir de entonces, hacia todo lo que evoque aquel nombre. Sólo el tropiezo azaroso y simpático con un libro de Paul Verlaine, muchos años después, despierta en el autor una inusitada curiosidad por los escritos de un poeta cuyo nombre su memoria ha preferido confinar al olvido. (Las razones que nos llevan a despreciar a un autor reconocido por la tradición literaria suelen ser caprichosas y, a menudo, alentadas por algún desencuentro acaecido en la primera adolescencia.) L'autre Verlaine reconstruye, entonces, el camino emprendido por Guy Goffette en la comprensión del autor de los poemas saturninos y las fiestas galantes: visita los lugares por los que aquél anduvo, frecuenta las mismas calles y cafés parisinos, contempla los mismos celajes que pastoreaba la mirada del poeta perdida en el horizonte fronterizo y declinante de los bosques belgas; se deja seducir, en fin, por la “ópera fabulosa” de la Naturaleza y el dulce verdor "sobre el que la luz se derrama" siguiendo sus pasos hasta llegar a convertirse, él mismo, en un auténtico passeur d’Ardennes. La sed de reconciliación con el autor de los Romances sans paroles et les Fêtes galantes transmite un entusiasmo contagioso del que no podemos permanecer ajenos. En efecto, el relato de Guy Goffette ha conseguido despertar en quien escribe estas líneas un curioso apetito de releer los escritos de Verlaine -en otro tiempo visitados con frecuencia-, pues vuelven a golpear mi cabeza con su canción monótona de otoño y una cadencia musical que, por otra parte, nunca me ha sido del todo ajena. Se impone sobre mi escritorio la idea, obstinada y decadente, de husmear una vez más entre esos textos y dejarse arrastrar por la dulce obsesión cuando ésta llama a la puerta.

Guy Goffette, L'autre Verlaine, Gallimard, 2008.




lunes, 3 de agosto de 2009

M'illumino d'immenso





Recibo la llamada de un amigo para decirme que, tal día como hoy, hace dieciséis años, vimos amanecer juntos desde la cumbre más alta de Tenerife. Caigo en la cuenta del tiempo transcurrido desde entonces, y cierro los ojos unos instantes para evocar en la memoria algunas imágenes de aquel día.

Imagen 1ª: Una fuga de cigarras violáceas surgiendo por entre los celajes.

Imagen 2ª: Un oasis de destellos naranja prisionero de su envolvente claridad.

Imagen 3ª: Un ejército de corales algodón, y la sombra de la montaña, contra el cielo, proyectada sobre el paisaje como una inmensa pirámide sostenida en el aire.

Imagen 4ª: Formas triangulares, ascendentes, dibujadas por el pintor José Luis Medina Mesa.

Unos versos del poeta Giuseppe Ungaretti murmurando en mis oídos no sé qué cosas de una hermosa mañana: "m'illumino d'immenso".

domingo, 26 de julio de 2009

Cosas de Ralph



Como si se tratase de un locuaz vendedor de lámparas maravillosas, Ralph Kistler ha llegado con sus baratijas y sus Cuentos Chinos para impresionarnos. Le han bastado unos cuantos objetos diseminados sobre viejas lámparas de proyección, animados por el automatismo de artilugios caseros, para realizar una de las premisas de todo discurso inteligente: comunicar mucho con pocos elementos o con objetos que, por sí solos, carecen de ningún valor.

Arte pobre, sin duda, éste de Ralph Kistler. Arte de las mil y una baratijas. Arte, al fin, del absurdo inteligente.

El artista ha hecho de esos objetos olviados un pasatiempo inútil y a la vez necesario en el que acaso viésemos reflejados las dunas y los páramos de la razón. Y quisiera invitarnos a discernir entre lo imprescindible y lo superfluo, como mostrándonos en el espejo las sombras chinescas que la fantasía del bienestar proyecta; las alucinaciones que nos atosigan, intimidan e impiden ver lo que realmente importa.

Las instalaciones de Ralph tienen algo de pasado y algo de presente, a medio camino entre lo maravilloso del teatrillo de sombras tradicional y el juego del vacío posmoderno.

Entramos en la sala de proyecciones y un montón de medioseres dactilares se nos vienen encima, como una suerte de delirio quijotesco, de cosas admirables vistas en la cueva de un tal Montesinos.

Fiebre Rálphica: frente al objeto encontrado, el objeto proyectado.

Extraños mecanismos a la manera de resortes del subconsciente.

La ebriedad de un cuarto en penunbra aún proyecta formas de ti en la pared.

Fiebre rálphica: sacacorchos de lo absurdo, tenedores amenazantes, piruletas nigrománticas, molinetas siderales, tela arañas de la suerte.

Frente a la fiebre amarilla, la fiebre rálphica; la que atosiga a quien no puede estarse quieto y construye con sus manos pequeños mundos de baratijas y artilugios reciclados, dándonos a ver un catálogo de nuevas y preciosas imágenes, como quien hace brotar una cascada de una sola gota de agua; una carcajada de una simple sonrisa. Sí, ralphmanía descarada y socarrona.

[A propósito de Cuentos chinos, de Ralph Kistler. TEA Tenerife Espacio de las Artes. Proyecto Área 60. Hasta el 26 de julio. ]

miércoles, 8 de julio de 2009

Concierto de acontecimientos



Hay días en los que tenemos la impresión de que no ocurre nada; al menos nada -algo- que merezca la pena ser escrito o contado. Quizás nuestra más alta aspiración debería ser alcanzar ese estado de gracia que nos permite observar y extraer cosas necesarias de un día en el que, a simple vista, nada acontece.

Como cuando miramos un paisaje de lejos y descubrimos, en medio de los árbles, una pequeña cima que sobresale al fondo.

Habría que saber, entonces, qué significa la palabra acontecimiento. ¿En qué medida lo es esto o aquello?

¿Qué es lo que acontece cuando sucede algo?

Pensamiento 1º: Solicitar a un diestro carpintero que dibuje sobre un papel cualquiera una barita para medir acontecimientos. Así sabremos discernir qué es más importante, si la firma de un Tratado o el beso de una mariposa en las mejillas de una niña con pendientes verdes; el ascenso de categoría de un equipo de baloncesto o el encuentro fortuito en una plaza desierta entre dos arlequines a pleno sol del mediodía; la última pauta del Gobierno de turno en materia económica o la contemplación de un amanecer en un día de aires claros como éste.

Partiendo de la idea de que existen sucesos benefactores y otros hechos aciagos, ¿es posible anticiparse a los acontecimientos o éstos acaecen de forma incontrolada?

Un guardia de trádico se dirije hacia nosotros con gesto resuelto y decidido. Abro la ventanilla sin bajar del coche: "buenos días, señor agente" -le digo yo. "Buenos días, caballero" -exclama él. Luego, mientras sostiene con su mano derecha un recetario y con la izquierda una estilográfica, añade: "Dígame: ¿qué significa para usted, exactamente, que ha ocurrido un hecho extraordinario?".

Los labios de la muchacha de pendientes luna y ojos estenopeicos; eso sí que es un acontecimiento en toda regla.

Caer convaleciente del espíritu, como saborear un caramelo de frambuesa que a nada sabe.

Pensamiento 2º: Al mismo carpintero, rogarle, más tarde, que extraiga de la madera del moral más antiguo una batuta para dirigir el Concierto de los acontecimientos.

Esta mañana, al salir de la casa, ha ocurrido un milagro. Decenas de avecillas sobrevolando la ladera. Giran sobre sí mismas sin remisión posible. Asoman su vuelo a las faldas del barranco para luego ascender montaña arriba. Acróbatas del espacio, infatigables, quedan en el aire unos segundos como voces lejanas, y danzan sobre sí mismas precipitándose en todas direccions con una urgencia que no adivino a comprender. Las avecillas van y vuelven sobre el mismo perímetro de cielo; ellas trazan veredas imaginarias -aunque posibles-, como si quisieran hablarnos de los hilos que tejen y destejen los encuentros y desencuentros de nuestra vida.

Te descuidas por un momento, vuelves a mirar, y ya no están. Ha desaparecido la bandada, como cuando de niños lanzábamos piedras por ver si acertábamos a derribarlas en su vuelo innumerable y, repentinamente, cambiaban de rumbo, se esfumaban como sombras fugaces hacia lo alto de la montaña.

lunes, 6 de julio de 2009

Un pez que va por el jardín



Recientemente José Corredor Matheos ha visitado Santa Cruz de Tenerife, esta vez con motivo de la presentación de una muestra sobre la obra plástica de José Dámaso. Se le ve mucho por aquí, a Pepe Corredor -como todos le llaman-, pues desde siempre ha dedicado atención crítica e interés entusiasta a un buen número de manifestaciones artísticas realizadas en y desde Canarias. No me ha extrañado, entonces, encontrar a Pepe Corredor -como pez en el jardín- en compañía del fotógrafo Carlos Schwartz visitanto la exposición de éste último, El bosque y la caverna, en las Salas de Arte Contemporáneo de Santa Cruz; ensimismados, ambos, en la contemplación de un bosque hecho de imágenes en blanco y negro, sorprendidos ante el aspecto jurásico de las extrañas figuras capturadas por el ojo estenopeico de la cámara de Schwartz. Formas mínimas que recuerdan paisajes submarinos o escenarios surgidos de la concavidad porosa de las piedras del sur; realidad minúscula y escondida en lo pequeño, que contrasta con otras piezas fotográficas, de gran formato, en las que se muestra al desnudo el espacio sagrado de la corona forestal que domina la cordillera de Anaga.
Lo mismo que al escribir, Matheos tiene un no sé qué de poeta chino, impresión que corrobora no sólo su estatura casi oriental, sino sobre todo el sosiego infinito con el que introduce cualquier tema, especialmente conceptos estéticos y pensamientos más o menos trascendentes que muy pocas personas saben abordar sin caer en la pedantería y la sobreactuación. Sin duda, su manera sencilla de estar en el mundo es lo que le ha granjeado el afecto de todos, y su poesía, desnuda de ornamentos superfluos, directa en su contención y, a un tiempo, ligera y sensorial, diversos premios y elogios, el último de ellos el Nacional de Poesía en 2005 por su libro "El don de la ignorancia". Claro que antes, hubo algunos otros: el Boscán de Poesía (1961), el Premi d’Arts Plàstiques de la Generalitat de Catalunya (1993) y el Premio Nacional de Traducción por su antología bilingüe "Poesía catalana contemporánea" (1983).
Ya conocíamos la predilección de Pepe Corredor por la contemplación, lenta, de los árboles. Bien está que hallemos a este pez de aguas orientales transitando el jardín del bosque y la caverna insulares con idéntica naturalidad y asombro de quien contempla un amanecer en el lago Yi.

"Soy amigo del viento
y de las nubes,
amigo de los árboles.
El viento me pregunta
una vez y otra vez
quién soy y quién no soy,
y luego me arrebata,
llevándome a lugares
de donde ya no vuelvo.
Las nubes siempre pasan,
sin saber hacia dónde,
y las veo pasar,
con un íntimo gozo
cuando llueve.
Sé que todos los árboles
habitan más allá,
pero su voz es clara
cuando la alcanzo a oír.
Tú eres el viento, el viento,
y eres también la nube,
sin forma y sin destino.
Eres también el árbol
que te habla.
El árbol que da luz
cuando tú estás en sombra".


[Poema del libro Un pez que va por el jardín. Tusquets, Barcelona, 2007.]

miércoles, 1 de julio de 2009

Elogio de la locura


Alguien, alguna voz conocida, familiar, me ha llamado “lunático”, cariñosamente. Miro al cielo nocturno desde mi escritorio y caigo en la cuenta de que la luna nos ofrece una noche estupenda, iluminada y redonda. Entiendo, entonces, que el adjetivo sólo quería ser amable; esto es, aludir, dulcemente, a esa condición nocturna del que sueña.

Es distinta la demencia a la locura. La demencia tiene de insano lo que la locura tiene de genial y locuaz.

La locura verbal: lo políglotamente correcto.

Lo convencional de la conversación: decir en el ascensor, alocadamente y con gesto de asombro: “ah… pero si parece que escampa”.

Bajo las escaleras como un loco, para ver lo que pasa en mi calle, como si lo anecdótico tuviese un aspecto sobrenatural esta mañana de jueves.

Briznas de hierba, filamentos de azafrán sobre mis párpados.

Quedarse hablando solo.

Decir, una y otra vez, hasta el agotamiento: "este mundo se ha vuelto loco".

La locura de los locos; la del cartero que sustrae besos de carmín de entre las cartas de amor y se los guarda en los bolsillos; la locura de las locomotoras a todo trapo por las jugueterías; la locura de la chica de las trenzas doradas, asomada a la ventana todas las tardes; la locura de los locos de remate; la locura del arte de los locos; la locura de un disparate compartido por todos y masticado por cada cual a solas. La locura de los guardabosques. La locura de los manicomios con puertas azules y la locura de los manicomios con ventanas verdes, esperanzadas; la locura del pisapapeles, agarrándolo todo, a todas horas; la locura de la calculadora automática que vomita números redondos sin descanso; la locura de la mano con pincel, empapelando de óleos paredes y cuartos. La locura de las erratas, deslizándose por aquí y por allá, entre mis escritos, como en una pista de patinaje. La locura de aficionarme, en estos días veraniegos, al agua de coco con limón, a las naranjas colgadas de celajes nocturnos, a los paseos a medianoche.

La locura de quien lee estas páginas.

sábado, 20 de junio de 2009

El Arte de Coleccionar


Sábado por la tarde. En casa de Ignacio, varios niños juegan a recoger conchas de caracol de entre los húmedos jardines, para luego depositarlas en vasos plásticos de cumpleaños. Después, junto al naranjo, intercambian entre sí algunos ejemplares, no sin discusión y sobresalto, como si se tratase de un asunto de vital importancia. En una marcha lenta, esforzada y babosa algunos caracoles intentan reducir la distancia que les separa de la superficie del vaso. La espiral de sus conchas es demasiada hermosa; un objeto perfecto para el culto; un fetiche perfecto para aquél que sepa fijar la mirada en las cosas pequeñas. La escena se repite una y otra vez, en espiral. (Ya casi había olvidado que, en otro tiempo, acaso yo también tuve una afición semejante, como pequeño coleccionista de objetos naturales.) Caigo en la cuenta, entonces, de que la crueldad de estos niños está motivada por una suerte de coleccionismo en estado primario.

Hay coleccionista para todo.

Las posibilidades de satisfacer los deseos de un coleccionista son innumerables.

El deseo de poseer alguna cosa como resultado de una obsesión.

La cosa menos pensada, coleccionada.

La casualidad de hallar la pieza que nos falta para completar una serie –o para pensar que la completamos definitivamente con ese objeto–, es sólo el resultado de un proceso de coincidencias más o menos provocadas.

Coleccionar corchos de buenos vinos. Escribir sobre el corcho unos nombres, la cita, el lugar exacto en el que fue apurada la botella. Recordar, al cabo de los años, esa cita, esos nombres, ese lugar.

Escucho una tertulia nocturna, en la radio. Alguien dice: no se puede entrar allí como elefante en cacharrería.

Con las cosas de coleccionar no se juega.

Estupendo el ejemplo escogido por María Moliner, en su diccionario, para el verbo "coleccionar", en su segunda acepción: 'Cúmulo. Gran número de ciertas cosas: Dijo una colección de disparates. Tiene una colección de sobrinos'.

"Breton, tras comprar una pintura que amaba, la conservaba durante la noche aferrada a su mano, junto a su cama". [Julien Gracq]

El coleccionista es un creador compulsivo. Su pasión estriba en regodearse, placenteramente, en las cosas que inspiran su deseo. El coleccionista, guiado por un horror vacui fetichista, reúne, junta, recolecta, mezcla, amontona, consigue, compra, adquiere, enumera, florilegia y clasifica. Éstas son algunas de las claves de su jerga. Con todo, aunque parezca inverosímil, el coleccionista huye de lo colectivo; su pasión se nutre de un deseo de posesión insaciable que se erige en uno de los más altos ejemplos del individualismo.

El coleccionista de tarjetas postales; el de marcapáginas y papeletas electorales. El coleccionista de cromos. El numismático. El coleccionista de llaveros con estrellitas; el de zapatillas de andar por casa. El coleccionista de arte contemporáneo. El coleccionista de piedras de colores de Roque Bermejo y el coleccionista de conchas de playa. El coleccionista a secas. El coleccionista de soldaditos. El coleccionista. El coleccionista de conchas de caracol.

Coleccionar es el acto de posesión por excelencia, de posesión en serie.

martes, 16 de junio de 2009

Las crestas de Tafada



Como un jardín cerrado para muchos o un paraíso abierto para pocos, la cordillera de Anaga, misteriosa y jurásica. En las cimas del pueblo de Chamorga, al Este, el viejo caserío de Tafada. Desde aquí todo queda envuelto por un azul vertiginoso que incita la presencia constante del mar, la plenitud de los celajes.


Junio. Camino entre peñascos. Al Este, donde podría esconderme -si quisiera- para que no me hallaras, laderas rocosas se levantan como gigantes antiguos e indolentes. Vientos inmisericordes peinan con fuerza crestas de barrancos y lomadas, y conducen boca arriba un aire denso por entre los despeñaderos, precipitándose sobre todas las cosas y en todas direcciones, como dando voces e invitando a la caída libre.


Es ésta la región en la que, dicen, florece el tajinaste blanco. Ofrenda a una montaña fecundada cien veces, erguido hacia unos cielos transparentes, abiertos, el tajinaste blanco con su penacho de flores de espuma. Una tropa de insectos diminutos llega para libar de su néctar, de su savia, de su lengua.

sábado, 13 de junio de 2009

Elogio de la pausa


Para ti, tranquilidad nocturna, conticinio espectral, vigilia de las cuatro de la mañana, madrugada serena, es mi saludo específicamente militar. Sólo para ti, esquina solariega, tarde de domingo, minutos del café, sala de espera del dentista, bostezo canino, parada del tranvía a media tarde con caramelo en la boca, es mi gesto de camarada sin condiciones.

Para ti, pausa clemente, es este elogio fraternal, porque tienes la habilidad de devolver la reflexión a nuestras vidas; porque multiplicas los índices de audiencia de las tertulias radiofónicas; porque nos dejas un resquicio de esperanza para recordar el olor de las ciruelas maduras, saludar con la mano en alto a las balandras que se alejan, regodearnos en el sabor a carmín de unos labios tiernos.

Para ti, pausa venida y pausa por venir, vayan, hoy, todos los elogios.

martes, 9 de junio de 2009

Dulce Varsoviana

Juan Manuel Bonet, Polonia-Noche.
Serie Maior, Fundación Mainel, Valencia, 2009.

Sobre mi escritorio, un libro que brilla con luz propia: Polonia-noche, de Juan Manuel Bonet.
Bien está que el viajero del Este necesitado de buenos consejos tome este librito en cuenta como guía varsoviana, recorriendo bosques y ciudades en compañía de sus notas simbolistas y jardines de otoño. La dedicatoria inicial de Polonia-noche –a su mujer Moniki, originaria de Galitzia– desvela el porqué de la familiaridad de Bonet con aquel país de Centroeuropa y con aquella región, tan presente en sus conversaciones y por la que profesa una sentida y antigua admiración. No en vano, en 1994 nos ofreció su primera entrega de poemas del Este: Praga. Doce poemas de Pavel Hrádock.
Tal y como señala Guillermo Gómez-Ferrer en el prólogo a este poemario editado cuidadosamente por la Fundación Mainel, a Juan Manuel Bonet le debemos muchas cosas, pues “la geografía del arte contemporáneo no sería hoy la que es sin su trabajo y, lo que es más importante, sin su mirada. Una mirada que no sería posible sin conocimiento, curiosidad intelectual y capacidad poética”. Pero también le debemos otras muchas. Y es que, aunque la imagen del crítico y comisario de exposiciones eclipse, en ocasiones, a la del poeta, Bonet nunca ha dejado de escribir poesía, y así esperamos ver pronto reunidos en un único tomo todos sus cuadernos: La patria oscura (1983); Café des exilés (1990), Praga (1994), Postales (2004) y el dietario de formas breves La ronda de los días (1990), extraordinarias notas de viaje de páginas ciertamente reveladoras.
Introducido por un sugerente dibujo de cubierta de Miguel Galano, Polonia-noche es una suerte de cartografía poética de lugares domésticos, paisajes cotidianos, escenas sencillas, esquinas por las que parece no pasar el tiempo, un canal entre hojas muertas por el que se desliza con alevosía el cielo de octubre y que el autor recorre a sabiendas de que otras voces lejanas a la suya lo recorrieron antes, al igual que frecuentaron los mismos cafés simbolistas. Todo cobra vida en medio de una luz declinante y casi irreal; todo permanece encendido en estas estampas varsovianas, como las últimas ascuas se resisten en medio de la oscuridad.
El tiempo de esta Polonia crepuscular de la que nos habla Bonet pertenece a otro tiempo: su mirada se detiene en la evocación de escenas melancólicas, en el suave vuelo de un ave sobre el cielo de octubre, en “las pausadas charlas”, en el repiqueteo del pájaro carpintero o en la contemplación del dibujo que trazan unos patos silvestres mientras se alejan en la tarde polonesa. Cosas sencillas que la retina retiene en su mirar contemplativo, como si el viajero tratase de conservar en la memoria una música compuesta de leves notas, una imagen hecha de ligeras pinceladas, delicuescentes y frágiles como palabras escritas en el agua verdosa de un estanque en Turtul. Imagino a Bonet recorriendo las librerías de viejo de Cracovia, arrodillado bajo una columna interminable de viejos tomos como quien se abalanza sobre una montaña de piedras preciosas, disfrutando como un niño grande –así lo llamó una vez una amiga común– de esa atalaya de papel.
Imagino también a ese niño del trineo que se desliza por calles dormidas. Así, Polonia-noche; ese mundo retenido por la mirada y hecho miniatura en los versos de este cuaderno de poemas –cual “estrellas lámparas” o “relojes-luna”– mientras la luz crepuscular en Nieborów peina las estanterías de una biblioteca color cerezo.

Un poema que diga el dibujo
que trazan unos patos, solos
sobre un gran estanque, perdido
en los confines de Polonia.
Poema que muy sencillamente
dice ese dibujo, años des-
pués, recordado así en la tarde
más tranquila que imaginarte
puedas, con restos de tormenta
marchando hacia el Este, y sol
entre las hojas tan mojadas,
y olores que despiertan lentos.


miércoles, 3 de junio de 2009



Abecedarios del Aprendiz





APRENDER a escribir sobre un cuaderno virtual como éste, como quien introduce pequeños pergaminos en una botella para, más tarde, arrojarlos al mar.



AH, mis pinceles, olvidados en cajones y gavetas. Por aquí y por allá me los voy tropezando cuando busco un cuaderno o persigo el rastro innominado de un insecto nocturno que se ha colado en mi escritorio. Ellos, mis pinceles, son la muestra palpable del desorden. Cada vez que me tropiezo con uno de ellos, tengo la impresión de tropezar con una página no escrita o con un cartón jamás pintado. Ellos están ahí para recordarte lo mucho que falta por hacer y todo aquello que jamás escribiste o pintaste; ese mundo de colores que, sin querer, se nos va poco a poco esfumando entre las manos.


AFORISMO: el arte de permanecer en silencio.


AFORISMO: forma de expresión poética. Su método es la aproximación por interrogantes, no por respuestas.


ÁRBOL DE JUNIO, he esperado desde hace meses a que aparezcan de nuevo sus brotes verdes. He removido sus hojas muertas y enderezado sus ramas. He vigilado, con atención, el despertar impaciente de sus yemas, como la música que precede al poema aún no escrito.


A VECES el silencio se instala lentamente sobre el escritorio, y poco a poco va apoderándose de todo lo que toca, sin nombrarlo, hasta que consigue desactivar los resortes del decir.


AZUL. Siempre hay una franja azul por la que escapar. Como en los lienzos de Barnett Newman, los horizontes verticales.


AL FIN, la mañana de junio. La isla, al fondo, coronando el paisaje atlántico con una hermosa quietud, mientras el sol se levanta, despacio, a sus espaldas, y va cambiando de color toda la escena: violetas, naranjas luminosos que duran sólo unos minutos en su carrera veloz hacia la superficie de los celajes. El mar, en calma, invita a la travesía.

jueves, 28 de mayo de 2009

NUEVAS PINTURAS
DE SEMA CASTRO

Sema Castro
Iris Borondoniano
23/04/09 - 15/06/09
Galería Contrast
Consell de Cent, 281

08011 Barcelona

El pintor Sema Castro no es un autor prolífico, y tampoco gusta de prodigarse excesivamente en exposiciones que no constituyan un valor añadido respecto a sus trabajos anteriores. Trabaja silenciosamente. Sin embargo, su modestia personal y su escasa predisposición a dar a conocer sus trabajos no le han impedido erigir una obra de gran alcance técnico, a la vez que expresarse con una voz absolutamente personal y consolidada dentro de la pintura contemporánea actual. Se ha dicho que su pintura es preciosista, que tiene ese toque alambicado y profuso del lenguaje barroco o modernista, que su sensibilidad exquisita le impulsa a un panteísmo exultante y tremendamente original. En efecto, su imaginario parece situarse casi siempre en un jardín intrincado, unas veces diáfano, otras más oscuro. Ese jardín, de pronto, lo inunda todo, el autor se pierde en él y queda preso o engullido por una oscilación continua e impenetrable de lianas, hojas, tegumentos y flores desconocidos, todo prolijamente labrado, como si se tratara de un mundo en miniatura.
El laberinto es una obsesión constante de Sema Castro, y la exaltación matérica, su sentido fecundante, el predominio del círculo, así como la extrañeza de toda esa simbología vegetal que se desborda en sus obras, nos hablan de un reino interior, un mundo muy distinto al que conocemos. En El jardín de Odilón (2006) o en Venus a su manera fascinada (2006), lo cósmico se entremezcla con escenarios que recuerdan formidables espacios naturales del comienzo de los tiempos. Así sucede, también, en El oro (2006), donde confluyen los espacios siderales y las formas biomórficas desplegadas en un espacio en permanente transmutación. En el centro mismo del cuadro, un extraño orificio deja entrever la luz del otro lado de la tela, mientras toda la composición se deja atravesar por una lluvia dorada, extremadamente fina y delicada, como «un rayo de luz filtrado bajo la puerta mal cerrada de lo desconocido», para decirlo con palabras de Théophile Gautier.
Con todo, las pinturas expuestas en la Galería Contrast de Barcelona van un poco más allá en la experimentación de esos espacios imaginados por Sema Castro. El pintor introduce nuevas formas que escapan del concepto tradicional de la pintura, pues a simple vista parecen extrañas. Sus óleos sobre tablas Paisaje de la fortuna (2007), Tierra (2007) o Hilo conductor (2007) abren una nueva ventana hacia esos espejismos imaginarios que nos ofrece su pintura.
Vaya, pues, nuestra más sincera felicitación para este artista visionario, simbolista en el simbolismo.



ttp://www.galeriacontrast.com/

domingo, 24 de mayo de 2009

Si una de las conquistas del arte de nuestro tiempo es su capacidad autorreflexiva, su distanciarse de sí para tratar de decir-se, lo cierto es que todo ese posicionamiento crítico expresado mediante manifiestos y proclamas rara vez llega a ser algo más que una mera declaración de intenciones. Por eso, entiendo toda poética como una aproximación o un deseo que señala hacia dónde se dirige la escritura, y no tanto como una radical e inequívoca convicción. Y es que todo ejercicio creativo es una mera tentativa de lenguaje y, como tal, está hecha a base de pequeños logros, no pocas indecisiones y grandes fracasos.
Por lo que a mí respecta, la poética no preexiste a la poesía. En un momento concreto, nos urge reflexionar sobre aquello que hacemos o creemos hacer; pero estimo el territorio de la poesía indescriptible; habita una terra incognita. Por la poesía damos cuerpo a nuestro pensamiento, ponemos palabras a aquello que sólo a medias conocemos, a eso que ignoramos y que, sin embargo, a veces intuimos e incluso creemos rozar, ese algo que está siempre por nombrar o –por decirlo en con palabras más sencillas– que tenemos en la punta de la lengua. En esa inestable tensión entre decir y callar, entre saber e ignorar, se debate el poeta. De ahí que su voz no pueda transferirse a un lenguaje distinto al de la poesía.


Atribuyo a la poesía cierto sentido catárquico, pues comparte con las otras artes la capacidad sorprendente de liberar y dar forma a aquello que nos obsesiona, a esas ideas o sentimientos ontológicos que, contemplados afuera inciden en el adentro, y viceversa. ¿Cuántas veces nos vemos impelidos a poner una idea en palabras con el propósito de llegar a comprenderla? Así, mediante la escritura, resplandecen ciertos espacios de sombra inherentes a la condición humana y a su infranqueable abismo de dudas y preguntas.
Con todo, la poesía es fruto de un esfuerzo mayor que pasa por huir del concepto, de la rígida explicación tan ajena a sus intereses, de modo que tantea al margen de toda lógica, desobediente a cualquier prescripción formal. La poesía busca otra palabra que diga, al fin, ese estado de crisis permanente del ser o experiencia de desasosiego de la que todos somos partícipes. Por tanto, mi escritura siempre ha pretendido tender un puente necesario entre el arte y la vida, pues la una dice a la otra, y viceversa; mundos ajenos y, sin embargo, tan próximos.
El método de la poesía es, quizás, un juego enigmático: responder a una pregunta deja sin respuesta otra, que a su vez necesita de otra y otra para ser respondida, en un oscilar dialéctico e infinito. Por otra parte, este campo de múltiples carencias, hábitat natural de lo poético, es un territorio simbólico, en la medida en que no es enteramente explicable.
La estupidez de llevar un diario; lo mismo que si quisiéramos meter fragmentos de tiempo en tarros de mermelada. La aventura de seleccionar de entre la experiencia vivida algo que merezca la pena ser contado y de encontrar las palabras precisas para abordar esa experiencia. La pregunta –y el problema– se plantea en otra pregunta: contarlo, ¿para quién?


En realidad, sólo llegamos a conocer el lenguaje cuando somos capaces de apreciar sus semejanzas o, mejor dicho, cuando caemos en la cuenta de sus ambigüedades.


Lo que creemos conocer es sólo un resto de lo que ignoramos.


Qué caudal de tiempo ganaríamos si pudiéramos reunir al menos algunas de las muchas horas diseminadas inútilmente a la espera de algo. Esos minutos olvidados, consumidos entre un acto y el siguiente, entre un instante y otro.
Dar sentido a esos huecos podría ser una buena forma de incorporar otra vida a nuestra vida.


Qué extraño capricho el de la memoria: concede el beneficio arbitrario del recuerdo a los hechos más azarosos e irrelevantes de nuestra vida, y olvida otros que estimamos fundamentales. Cuántas veces una simple escena cotidiana adquiere una textura más consistente que otros rostros y anécdotas que estaríamos dispuestos a conservar para siempre, con todo lujo de detalles, y que, sin embargo, se precipitan irremisibles hacia el olvido, próximos a la misma nada.


Desconfío de los diarios en general, pero sobre todo de aquellos en los que cada palabra obedece a un gesto cuidadosamente concebido y en los que las horas y los días han sido proyectados con el único fin de dejar testimonio. Jean Paul Sartre lo dijo mejor: «No hay nada que decir. Pienso que éste es el peligro de llevar un diario: se exagera todo, uno está al acecho, forzando continuamente la verdad».


En ocasiones ocurre que la falta de objetivos precisos crea una impresión de inestabilidad e inquietud que nos lleva a emprender cien proyectos distintos sin concentrarnos suficientemente en ninguno de ellos. Leo, por estas fechas, algunas palabras de E. Cioran que, lejos de confundirme, me consuelan: «Sólo los hombres dominados por una gran ambición hacen grandes cosas, porque concentran toda su energía en un solo punto. Son obsesos, incapaces de dispersión, de negligencia, de descaro. Y yo soy un obseso que pertenece a la categoría de los distraídos. Ése es el sentido de mi natural ineficacia».


La verdadera comicidad es aquella que nace de impulsos involuntarios. La ironía, en cambio, es humor inteligente; más exactamente, humor nacido de una inteligencia mordaz y socarrona.


En poesía, la oralidad –la voz– es la madre del cordero.


En la escritura, como en la vida misma, en la sencillez o simplicidad –que no en la simpleza– de nuestros movimientos se cifra la mayor de las complejidades.


Cuando escribimos interviene, en ocasiones, un elemento por completo ajeno y, sin embargo, determinante en el cierre definitivo de cualquier texto. Como si nuestra voluntad se debilitara y necesitara de un agente extraño, de una determinación del azar que viniera a culminar lo que nuestra mano deja inconcluso. Por ejemplo, me sorprende esa imprevista manera que tiene nuestro ordenador de convencernos de que ciertos trabajos carecen de valor; esa elocuente destreza suya con la que, de un soplo electrónico, desaparece unas cuantas páginas con las últimas correcciones o nos oculta éste o aquel otro archivo que nos obliga a reescribir par coeur –de memoria– un discurso ahora interrumpido, como si un niño se hubiera entretenido en la borrar de la pizarra, aleatoriamente, palabras y fragmentos de la lección de la maestra. Desde luego, es una treta eficaz para comprobar qué es lo fundamental, qué resto sobrevive tras el naufragio de la memoria.


Escribir es un acto de fe.


Veamos, a fin de cuentas, ¿por cuántos senderos podría deambular un hombre sin llegar a perderse?